Por Lauro Meléndez(*)
Un 19 de junio nació el Protector de los pueblos libres y queremos abordar una mirada de quienes compartieron con él su vida, su territorio, su lucha. Rendir homenaje no a su estatua, ni a las frías referencias desde la institucionalidad, si no al ser humano sensible, el estadista, cercano a su pueblo como un hombre poco común. Un hombre que supo interpretar las señales de la historia para defender a las poblaciones que le otorgaron el honor de seguirlo en su derrotero, por la liberación de los pueblos y la “pública felicidad”.
Su ideario político, sus planteos socioeconómicos, en las Instrucciones del año XIII, la Liga Federal, el Reglamento de Tierras, y el Reglamento Provisorio de Aranceles Aduaneros. Estos hechos pasaron a la memoria de los pueblos y son la expresión concreta de una sociedad multicultural y pluriétnica como la que él quería.
En este artículo/homenaje intentaremos hacer un relato de su relación con los indígenas, especialmente los Charrúas, por eso el decía de Arerunguá “estoy en el centro de mis recursos”.
Barrios Pintos afirmaba que existía una ética charrúa y una hospitalidad hacia quienes se acercaban con fines pacíficos, Artigas compartía también con ellos su sentido del humor.
Estas características del general del pueblo les permitieron a los charrúas organizar una columna que respondía solo a las órdenes de Artigas, que eran acatadas luego de ser discutidas por los caciques. De esta manera podemos afirmar que lucharon junto al jefe de los orientales, pero no totalmente bajo su mando.
Esto lo demuestra el acompañamiento del éxodo del pueblo oriental, en el que los charrúas ocupaban un lugar al costado de “La Redota”, cuidando la retaguardia.
Carlos Maggi, en su columna del día 9 de enero del 1994, afirmó que «nuestra historia oficial no quiere indios metidos en la revolución y los borra». Nosotros agregamos que no solo participaron, sino que fueron pieza clave del ideario y de la estrategia artiguista.
El mismo Maggi, entre otros, destacó que al estar el jefe de los orientales en Arerunguá (enclave de la nación charrúa), sin ejército y sin nada más que los indios, lo que lo hacía parecer más vulnerable, dijo pomposamente estar en el centro de sus recursos. A partir de allí, se sostiene con fundamento, es que se esparce la idea de federalismo.
Por estas y otras razones no es caprichosa nuestra asociación entre pensamiento charrúa y pensamiento artiguista.
Su organización política le permitió entablar relaciones estables con la lucha revolucionaria independentista encabezada por Artigas. Esto ocurrió quizás, ningún historiador se ha atrevido a plantearlo categóricamente, por la correspondencia con el pensamiento artiguista, que se basaba en los mismos preceptos que la idiosincrasia charrúa: seguridad social, respeto por la palabra empeñada, organización política altamente participativa en la toma de decisiones, distribución equitativa de los bienes comunales.
Cuenta la leyenda, según pude escuchar de varios historiadores del Archivo Artigas, que el Jefe de los Orientales tenía en las alforjas de su caballo, de un lado el Pacto Social de Rousseau y del otro La Declaración de la Independencia americana. Pero fue en las tolderías, en esa relación que Artigas tenía con las mujeres lanceras, indios, negros y gauchos pobres, de donde salió la concepción práctica de su federalismo. Por supuesto de esto no hay datos fehacientes pero sí una profunda convicción.
Artigas convivió con ellos y fue formando su personalidad o quizás fortaleciendo los razgos principales de aquel niño-adolescente que recorría los campos de Sauce, en principio, y de toda la zona rural en general, conversando con los más humildes, con la gente de pata en el suelo, en definitiva, el pueblo.
Mediante una recopilación de varios autores, tomando como eje los relatos de Eduardo Acevedo Díaz (insertos en sus libros), podemos intentar realizar una imagen escrita de lo que sucedía cuando la tribu deseaba establecerse en algún lugar.
“Todos están de acuerdo en que a las mujeres les tocaba la tarea de clavar las ramas, en forma de arco, en el suelo y cubrir lo que sería el techo con ramas o cueros de venado, para protegerse de las inclemencias del tiempo.
Mientras esto ocurría, en algún lugar cercano, los adultos formaban un círculo, sentados sobre los talones con una hoguera en medio de ellos, mientras se pasaban un porongo o un asta de toro llena de yerba y agua de la que cada uno tomaba un sorbo, masticando hasta dejar sin gusto el resto de yerba que les hubiera quedado en la boca. Estas inclinaciones colectivas son comparables a las actuales ruedas de mate entre amigos, sobre todo en los campamentos.
Los guerreros, muchas veces en lugares apartados, se ponían a fumar, sentados sobre los talones (que era su costumbre, ya que ante el menor peligro saltaban con gran agilidad) entre el pasto, de tal forma que quedaban casi ocultos con su cabeza cubierta entre las rodillas, tratando de absorber todo el humo posible hasta quedar en éxtasis.
Se puede suponer que para el armado de dichos cigarros usaban las hojas de un árbol autóctono que tiene propiedades alucinógenas. Esta era su forma de entablar relaciones con otros guerreros valientes muertos en batallas, a los que pedían auxilio y sabiduría para la caza y los combates.
En otro lugar, los adolescentes, esperando por ser considerados guerreros, escogían un espacio para dedicarse a actividades lúdicas preparatorias para su vida de adultos. Estas tareas eran siempre hechas con alegría pero sin estridencias, lo que parece una costumbre de la vida cotidiana, solo interrumpida en los tiempos de guerra durante las batallas. En ese sitio escogido, llano y abierto, colocaban una estaca apenas a flor de tierra que les servía de blanco para el tiro, a treinta pasos, de sus lai-sam (boleadora de piedras).
Este era su juego favorito. Ganaba quien pudiera enredarlas en la estaca, logro que no muy frecuentemente conseguían.
Para completar el cuadro, una vieja curandera aplicaba remedios a unos enfermos engrasando prolijamente sus espaldas y frotándoles con un pedazo de cuero animal del lado del pelo con las dos manos. También les pedía a los del fogón que le guardasen la ceniza ardiente para tender sobre ella al enfermo hasta quitarles el daño».
Terminaremos este capítulo contando una anécdota descrita por Maggi en la que otra vez se recuerda a Artigas muy vinculado a los charrúas y compartiendo su buen humor: «Artigas se acercó a los muros de Montevideo; llegó rodeado de charrúas y los muchachos jaranearon, a menos de un tiro de cañón; y hubo alboroto inútil en la plaza (…) seguramente vista desde Montevideo, esa bravata fue un espectáculo inquietante. Para los charrúas divertidísimo, aunque alguno haya salido herido (…) estaban de fiesta, y les tomaban el pelo a los sitiados; eran tipos con humor».
Para culminar Maggi lo define «en dos características de su personalidad, Artigas es diferente y mejor que los demás montevideanos de su época: mayor sentido ético y mayor sentido del humor, para ser un charrúa completo solo le faltó un rasgo, ser fanfarrón».
Queremos, desde este modesto aporte, ayudar a la humanización de Artigas, a la humanización del charrúa, comprenderlos en su realidad y redescubrir su entorno e incentivar a los jóvenes en la lectura e investigación de la vida en torno a nuestro pasado territorial.
(*) Lauro Meléndez Cadiac es escritor y activista social e integrante de ADENCH (Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa), ex Vice Ministro de Desarrollo Social, ex Director de Salud en Cárceles (SAI-PPL-ASSE), Senador (s) (MPP – Frente Amplio)