Por Carlos Pereira das Neves(*)
Siempre escuché hablar de la trascendencia que tenía ser profesional, en particular cuando se trataba de describir -lo más sintéticamente posible- las virtudes de nuestros hijos. No recuerdo haber sentido, en ninguna de las conversaciones en las que he participado o chusmeado de lejos, que frente a la pregunta “¿cómo anda tu gurisa?” o “¿qué es de la vida de tus hijos?”, las respuestas fueran: “mi gurisa anda contenta”, “entusiasmada con la lectura”, “en un montón de proyectos” o, por el contrario, “mi hija anda bajoneada”, “con problemas en el trabajo”, etc. Siempre lo primero que se mencionaba era el título o, si este no existía, la profesión.
Ideales sociales de respeto y, por supuesto, de ascenso social, que se han mantenido a lo largo de la historia. A nivel general y -por ende- a nivel individual/familiar, todavía se puede escuchar a algún padre decir “tenés que ser alguien en la vida” y hay otros que incluso caen en la reificación “tenés que ser algo en la vida”, como única y última guía de vida.
Pero esos adultos no nacieron con esas ideas, cuando eran niños dedicaban su tiempo a ser felices y no a ser productivos, cuando adolescentes les preocupaba más formar parte de un grupo de amigos que de un conglomerado financiero. Es el sistema en el que vivimos y sus planes para cada uno de nosotros (unidades productivas), así como su escaza socialización de posibilidades, que guía nuestras decisiones desde lo material a lo simbólico.
La sociedad es el capataz que se encarga del cumplimiento de esos planes, y digo capataz porque claramente los patrones son otros, apenas un grupito minúsculo dentro de la sociedad. La sociedad tiene la capacidad simbólica de que cumplas con el rol asignado ya desde antes de nacer o te margines, o -en ínfimos casos- que logres sortear ese destino y lo publicites como una salida al alcance de cualquier mano porque “yo me la gané trabajando”. En cualquiera de los tres casos opera una misma carga simbólica, y todos tendrán que adaptarse a ser productivos o parias.
Y no quiero dejar de mencionar otra dimensión del asunto: los hijos-propiedades, hijos vistos como propiedades, como extensiones de lo que somos o reivindicaciones de lo que nunca pudimos ser. Hijos que son el orgullo de una familia que se puede dar el lujo de estudiar o son el único título al que una mujer pobre puede aspirar, por lo tanto son en función de lo que representan para cualquiera de esas familias. “Mi hijo el dotor”, mío.
No es mi intención quitarle el orgullo a ningún padre o madre, porque cada uno hace lo que puede con lo que le es dado, porque tenemos que poder ver más allá de las máximas de éxito que nos han hecho repetir toda nuestra vida y para eso tenemos que identificar la escala de valores que operan hasta en nuestras más vulgares y cotidianas expresiones.
Pero traigo esta expresión, “Mi hijo el dotor”, en su dimensión política. Política electoral para ser más precisos, porque los doctores siempre fueron los candidatos perfectos.
El doctor, que puede ser en salud o en leyes, y excluyo a otros profesionales con sus doctorados porque rara vez entran en el radar de la política o en el radar de los problemas cotidianos de la gente que son motivos de consulta -justamente- con los doctores. El doctor fue siempre el principal referente, sobre todo en relación a la salud, porque dar y proteger la vida siempre fue el primer objeto de cuidado del ser humano. Al doctor se acudía por dolencias, pero también se aprovechaba el estar con una persona instruida para poder resolver otro tipo de problemas, ¿por qué no habría de acudirse también como mediador/solucionador de los problemas sociales? Así se fue forjando su presencia en la política y en la conducción de los destinos de una localidad, un departamento o un país.
Pero la historia va dando sus giros y las diferencias geográficas, que definen diferencias culturales, operaron en la transformación o en el cuestionamiento de esa visión. Ser profesional siempre estuvo bien visto en la capital, donde se encuentran todas las universidades: públicas y privadas; pero desde la capital empezó a verse con malos ojos que en el interior se recurriera constantemente a los doctores para la conducción política de sus destinos, por eso en las reuniones -formales o informales- y en el imaginario político capitalino, de izquierda, se empezó a acompañar la frase “Mi hijo el dotor” seguido de una sonrisa socarrona, superadora hasta del merecimiento universitario…¡qué tupé! Sin dudas que también en esto ha tenido que ver la distribución de cargos públicos de relevancia que operan en un territorio o en otro; porque mientras en el interior se tiene un intendente y 2 o 3 diputados, en la capital se tiene intendente, diputados (un montonazo y poco conocidos), senadores (todos), directores de entes autónomos (todos), ministros (todos) y hasta el presidente. La atención está más repartida, ahí puede enganchar hasta el verdulero, noble oficio que solo utilizo para exagerar la diferencia en las posibilidades de acceso a cargos de relevancia en 1 departamento o en los restantes 18.
También las diferencias sociales se empezaron a ver en la representación política. Se dio un giro, se rompió el molde del político tradicional, hasta en el olor a guiso que comenzó a emanar de los microondas del Palacio Legislativo, según cuenta la leyenda. Se trataba de no negar posibilidades a nadie y de que el pueblo tuviera representantes más representativos, valga la redundancia. Para que la discusión y el quehacer político público incluyera los problemas de las mayorías y con las perspectivas -y las urgencias- de las mayorías. Esto posibilitó la llegada de fuerzas progresistas y de reivindicaciones obreras a los ámbitos legislativos y ejecutivos, departamentales y nacionales, rompiendo la comodidad del bipartidismo y de las clases sociales acomodadas.
Fue una transformación política y simbólica, no había que demostrar solo un tipo determinado de cualidades para poder ser un interlocutor social válido. Una transformación que se volvió también una herramienta, necesaria, pero que sin el cuidado, la construcción cotidiana, la falta de crítica sobre cómo nos afectan esos otros valores asociados a la representatividad subyacente a nuestra forma de organización democrática…vaciada de contenido. Nos fuimos quedando solo con el eslogan, a veces también el discurso, pero la dirección se fue perdiendo, el sentido se fue tapando, posponiendo, ante las urgencias de la formalidad requerida.
Hoy mientras, el escenario parece haber vuelto a cambiar pero esta vez sobre su propio eje, porque hemos dado lugar a una apología de la pobreza en el saber que también busca ser hegemónica y excluyente, la mayoría de las veces -incluso- con prácticas que repiten la misma lógica y la misma carga simbólica del poder al que veníamos a cuestionar. Ahora cualquiera puede ser gestor, referente, lo que sea…pero en el peor de los sentidos, porque aún con títulos, aún con carreras universitarias, con conocimiento, se recurre constante y únicamente a factores anímicos, a dualidades que los dejen bien parados ante cualquier escenario, a artilugios que si se los analiza detalladamente no expresan nada, son relleno, porque se tiene que decir algo, porque hay que estar visible y gestionar el espacio público.
Que la política es un lugar de ascenso social, no cabe la menor duda, y que cada vez menos se ejerza la política en la búsqueda de un interés colectivo, tampoco. Por supuesto que nada se sostendría si no existiera por lo menos un gesto, una acción, un discurso, pero la institucionalización de todos los tipos del quehacer político han hecho de esto un fin en sí mismo.
La política institucional e institucionalizante ha venido cerrando el círculo de manera frenética e incuestionable. Y solo cuestiona el proceso, también frenético, de desinterés político general, porque el interés general no deja de observar la misma danza de nombres para todo lo que se ponga en disputa. Una misma persona, perdón, un mismo político parecería tener siempre las mejores condiciones para ser concejal, alcalde, edil, diputado, senador, intendente, ministro, presidente, secretario de un organismo internacional o premio nobel de la paz.
Dice la profesora e investigadora uruguayo-mexicana, Beatríz Stolowicz en ‘La Izquierda Latinoamericana, gobierno y proyecto de cambio’ que lo peculiar de la coyuntura actual es que: “la crisis social y política tiene una tendencia ascendente con relativa independencia de los actores políticos. Hay luchas sociales que no están vinculadas a los partidos y a veces son contradictorias con las decisiones partidarias. Varios de los partidos que orientan su accionar principalmente a la disputa electoral, son rebasados por las luchas de masas. No faltan los partidos que buscan contenerlas o intentan conducirlas en función de sus tiempos propios u objetivos electorales, lo que deriva en desencuentros y distanciamientos con los luchadores sociales. Sea como fuere, las luchas sociales crean escenarios políticos nuevos, ante los cuales la izquierda partidaria debe responder. Tiene el reto de contribuir a que la enorme deseabilidad de cambio movilizada actualmente siga creciendo y que impida que la derecha pueda manipular la crisis política en su propio beneficio.”
Vaya paradoja y dicho sea de paso, en los momentos de mayor inclusión, de mayor diversidad en la participación de los organismos de representatividad política de nuestro país, mayor es el distanciamiento con los colectivos sociales, los propios colectivos de esos individuos que lograron llegar a las grandes ligas.
Tenemos, en nuestra historia, un legado de apellidos que siempre estuvieron vinculados a la toma de decisión del país. Apellidos cuyas apariciones ya se cuentan en siglos. Y ahora también tenemos a quienes pretenden entreverarse en el nomenclátor, la mayoría de las veces acompañados de otros miembros de su familia para que el apellido tenga más fuerza, aparezca más, como si ya no importara modificar LA historia sino SU propia historia particular/familiar.
Urge detenerse a pensar cuánto del origen influye en la promesa de lo que uno podría llegar a hacer, hacer y no a ser, y cuanto de lo que uno hace es -en última instancia- una victoria personal que influye en su origen. Es la única manera de empezar a recuperar el sentido, por qué se pelea, para quiénes y con quiénes se pelea, contra quiénes se pelea, y que la vida no se nos vaya en una letargia gestión de lo esperable.
(*) Carlos Pereira das Neves es escritor, columnista y co-Director de Mate Amargo. Coordinador del Colectivo Histórico “Las Chirusas” y miembro del Capítulo uruguayo de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (RedH)