Democracia, capitalismo y dominación

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Fabián Piñeyro (*)

La civilización capitalista constituye un orden de dominación política y económica en el que los vínculos y las relaciones de poder han asumido, en el orden formal, una naturaleza consensual.

Pero esa formalidad es una mera máscara que oculta y disfraza la naturaleza real de las relaciones que estructuran y organizan, en el orden económico y político, a la civilización capitalista.

Así como la verdadera naturaleza de la relación social fundamental aparece oculta tras una apariencia consensual, el control que las elites dominantes ejercen sobre los procesos políticos se esconde tras la formalidad del comicio y del sufragio.

El vínculo entre explotados y explotadores ha asumido la forma jurídica del contrato. La legalidad que lo envuelve, lo sustenta y lo legitima presenta esa relación como un libre intercambio de prestaciones entre sujetos colocados, por esa misma legalidad, en un pie de igualdad, velando así la explotación y la dominación.

Tras esa apariencia consensual se esconde un vínculo de poder originado en la distinta relación que los sujetos tienen con las cosas. De esa manera se disfraza, también, la génesis de esa relación y del mismo orden capitalista que fue parido por la violencia y el despojo, por la destrucción de la propiedad comunal bajo la acción disolvente de la espada y del fusil en las dilatadas extensiones de los imperios coloniales, pero también, en el seno mismo de las metrópolis europeas.

La apariencia democrática que han asumido los procesos políticos que se desarrollan por fuera de la relación social fundamental, en ese ámbito materialmente difuso, que la legalidad social define como el espacio público, oculta el hecho de que el gobierno efectivo de la sociedad está en manos de un grupo muy reducido de individuos y vela la extrema desigualdad política que caracteriza a la civilización capitalista.

Desigualdad política que determina que la inmensa mayoría quede sujeta al poder de una ínfima minoría. Sujeción que implica una negación real y material de la libertad.

La igualdad política de todas las personas es el pilar moral, es el principio organizador de la democracia, y es una precondición de la libertad.

La democracia es un proyecto todavía pendiente de realización, la extrema desigualdad política que impera en las modernas sociedades capitalistas determina que el gobierno real de la sociedad quede en manos de un puñado de individuos.

El principio de la igualdad política de todas las personas se deriva de la idea de que ningún ser humano nace con el derecho de disponer sobre el destino de otro ser humano. Dada la naturaleza social del hombre no es posible escindir este principio de la cuestión de la libertad.

Los seres humanos existimos y nos constituimos como tales en un marco comunitario, de allí que una de las formas más primarias de la libertad sea el derecho a participar en igualdad de condiciones en los procesos deliberativos encaminados a la definición de las reglas que organizan la vida de la comunidad.

Si un puñado de individuos tiene más capacidad que el resto de incidir en la definición de esas reglas los otros van a quedar sometidos a una voluntad ajena.

Sólo garantizando a todos, las posibilidades efectivas de participar en igualdad de condiciones de esos procesos se protege la libertad. Porque sólo de esa manera, dichas reglas, serán la expresión genuina, real y efectiva de la voluntad general, y, por lo tanto, en muchos sentidos, autoimpuestas.

En las sociedades capitalistas, como consecuencia de la apropiación individual de la riqueza socialmente producida un grupo muy pequeño de personas cuentan, con una capacidad de incidencia política abismalmente superior a la que tiene el resto de los individuos.

Pero todo ello aparece oculto, vedado, disfrazado tras un manto narrativo tejido desde los aparatos simbólicos que sostienen el sistema de dominación capitalista.

Toda una urdimbre de conceptos, símbolos, nociones y representaciones oculta el hecho de que una porción muy minoritaria de individuos tiene en sus manos los resortes efectivos del poder.

Ese grupo posee los instrumentos necesarios para dirigir culturalmente a la sociedad y tiene, además, la capacidad de imponer su voluntad a través del control que ejerce sobre el proceso económico.

Maneja los medios de comunicación, la producción cultural y la opinión, financian fundaciones y usinas de ideas, investigaciones y publicaciones, y solventa las carreras de técnicos y expertos leales, traza finamente sus trayectorias profesionales, asegurándose que las casas del saber legitimen los discursos, los planteos más convenientes a sus intereses.

Logran de esta manera ordenar “el debate de ideas”, establecer los límites de lo razonable, e instalar preocupaciones y definir agendas.

Esos individuos tienen, además, un poder de veto sobre las decisiones de gobierno dado por el control que ejercen sobre el proceso económico. Veto que es nominado por el discurso periodístico y político como “la reacción de los mercados “

Ese reducido puñado de individuos posee los instrumentos necesarios para determinar la manera en que los sujetos se piensan y piensan la sociedad, y, ejercen una influencia determinante en los procesos políticos a través de toda otra gama de dispositivos; su poder simbólico y material determina que técnicos y burócratas, funcionarios y políticos, conservadores o progresistas, procuren congraciarse con ellos y anhelen que les abran las puertas de sus clubes y de sus residencias, los inviten a sus fiestas y agasajos. La riqueza produce fascinación a la vez que temor; burócratas, técnicos y políticos son sabedores de cuánto les pueden facilitar sus carreras, y, también cuánto las pueden perjudicar; pero, además, son sensibles a la atracción que genera el misterio y el brillo que rodea y con el que se rodean los detentadores del gran poder económico.

Esa extrema desigualdad política, el hecho de que un grupo muy reducido de individuos tenga en sus manos todos los resortes del poder determina que más allá de las apariencias y de las formas, las modernas sociedades capitalistas sean órdenes de dominación.

La elección del gobierno del estado por el cuerpo ciudadano, el derecho de todos a elegir o a ser elegidos, no le confiere a ese orden el carácter de democrático, porque el conjunto del proceso político está bajo el control de un grupo bastante reducido de individuos.

Partidos políticos y figuras de distinto signo y carácter se alternan en el gobierno sin que se modifiquen sustancialmente los lineamientos políticos, porque el gobierno efectivo de la sociedad más allá de esos cambios aparentes sigue en manos del mismo puñado de individuos.

(*) Fabian Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.

 

 

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