Por Lucía Sigales Noguera(*)
Vivir en vivo y en directo el genocidio palestino, es traumático. Yo no soy psicóloga, no escribo estas líneas tratando temas que atañen a tal disciplina, simplemente escribo como ser humano. No se trata de un mero ejercicio académico ni de una cuestión geopolítica distante, sino de un imperativo que toca el núcleo de nuestra humanidad. Como afirmaba el poeta palestino Mahmoud Darwish: “Tenemos en esta tierra lo que hace que valga la pena vivir”.
Escribo desde la lejanía del genocidio pero no desde la ajenidad del asedio constante e interminable, el asesinato, hambre, desprecio. Niños, mujeres, padres, ancianos, muertos y desmembrados todos los días por la entidad sionista. Toda la población cayendo muerta, con los oídos explotados por las bombas. Las filas de personas yendo a buscar comida, donde les dicen los sionistas que vayan, para luego ser engañados y abatidos.
Muchos nos preguntamos ¿quiénes pueden ayudar a los palestinos?, ¿quiénes podrían cortar el paso asesino, hacer un límite y tenerlos protegidos?, ¿quiénes podrían enviar aviones para trasladarlos a lugares cercanos y seguros, para curarlos, para salvarlos de sus heridas graves, o brindarles tratamiento para sus enfermedades crónicas? Cuando pienso en poder sacarlos siento una contradicción, porque sería arrancarlos de su tierra, entonces se cumpliría el deseo sionista. También cuando trato de contestar las preguntas anteriores, pienso en que cualquier avión, cualquier barco, cualquier movilización masiva de personas yendo a ayudar a los palestinos, enseguida serían detectados y bombardeados por los sionistas, como lo están haciendo con todas las ayudas humanitarias que intentan sortear el bloqueo. Se me debilita la esperanza.
A esta altura me es difícil aceptar que no hay salida para el pueblo palestino, que ha sido olvidado por toda la humanidad, que ya no puede resistir más y que si existiesen sobrevivientes no podrían seguir viviendo con esa misma culpa de haber sobrevivido mientras que sus familiares y amigos, su pueblo entero, no pudo hacerlo. Se escuchan reiterados discursos de niños y adolescentes que suplican su muerte, porque no pueden vivir solos, sin sus padres, sin sus amigos: “mi padre fue a buscar comida, para nosotros y otras familias, y fue asesinado. Él era un hombre bueno. ¿Por qué no me han matado a mí?, ya no puedo vivir sin mi papá, me quiero morir”.
Estamos viviendo esta deshumanización como trauma severo colectivo, que afecta nuestra salud mental, que nos aleja de aquellos otros que parecen vivir en Narnia, que nos alejan de los silenciosos cercanos a nosotros que ni hablan del tema, a pesar de que son padres y madres. Se hace difícil soportar todo esto que crea heridas profundas que afectan la forma en que las personas viven, se relacionan con los demás y se ven a sí mismas, que nos afecta el sentido de coherencia y nuestro tejido social.
También existen efectos de la rabia contenida frente a los agresores sionistas y la incapacidad de la comunidad internacional, la inoperancia, para poder salvar esas inocentes vidas. De esta forma se nos manifiestan sentimientos internalizados de inutilidad y una sensación generalizada de amenaza, que afecta nuestro desarrollo cognitivo y emocional. El trauma no se limita directamente a quienes experimentan la violencia, sino que también se transmite de generación en generación y la propia transmisión en vivo de este genocidio nos hace partícipes, sentimos culpa por ver tanta sangre inocente derramada sin poder hacer nada, desde nuestros hogares, desde la distancia. No podemos hacer nada más que padecer este sufrimiento interno sin que podamos tener las herramientas mentales para seguirlo sosteniendo, una herida que permanecerá en nosotros por siempre, testigos del abuso sangriento de los poderosos, de las risas de Trump, de los periodistas siniestros que muestran imágenes de colonos sionistas haciendo ejercicio y sacando a los perros a mear mientras ven de lejos algún bombardeo Iraní que destruye mansiones, esto fue transmitido por TN Argentina. Estos colonos sionistas disfrutan de sus barrios en territorios que no les pertenecen, mientras que a 500 km asesinan a personas inocentes. ¿Dónde están los otros poderosos que ni siquiera intentan usar ese poder para detener esta barbarie? Porque la presión internacional no está sirviendo para nada. Permitir esta catástrofe es una herida moral para todos nosotros.
Todo esto es traumático, todo esto nos deja una herida terrible, ni siquiera podemos sentir compasión por el sufrimiento ajeno, es como si no nos correspondiera, solo podemos sufrir. “Soy porque nosotros somos”, el concepto africano de Ubuntu, es una valiosa herramienta para comprender la naturaleza interpersonal de la deshumanización.
La deshumanización nos genera una percepción distorsionada de nosotros mismos, creando un ciclo autoperpetuante de miedo y agresión. Tenemos un deseo de venganza, claro que sí, pero esa venganza se transita inoperantemente, entonces se vuelve una condición mental, una puja entre el dolor por el padecimiento de una comunidad entera y la ira contra sus asesinos. Gobernantes de occidente, cómplices y también perpetradores de este genocidio, vendiendo armas, proporcionando servicios de inteligencia, alimentando a sus propios medios de comunicación y de propaganda con la justificación de la barbarie.
Dichas prácticas políticas a las que se suman las violaciones de los derechos internacionales, abren la puerta a la barbarie dentro del corazón de las democracias “desarrolladas” y “civilizadas”, se sustentan sobre una ética con la que se arrogan el derecho a definir lo humano y lo no humano. La reversión de dicha inhumanidad requiere la articulación de una nueva ontología social y política alternativa que nos permita confrontar los marcos normativos deshumanizadores.
La educación que fomenta el pensamiento crítico y la empatía, la alfabetización mediática que cuestiona las narrativas dañinas y las iniciativas que amplifican las voces palestinas, son todas vías en las que podemos decir cosas, pero no más que eso, porque esta tarea se sigue sintiendo insuficiente incluso aunque ya haya entrado en vigor un alto al fuego en Gaza, jamás cumplido por cierto.
Los procesos de humanización y deshumanización enmarcan la moralidad y la acción política, legitimando o ilegitimando ciertas exclusiones y violencias hacia determinados colectivos. La inhumanidad es producto de la deshumanización del otro, justificando políticas de inmigración, de austeridad o invisibilizando ciertas formas de violencia dadas en la sociedad con postulados económicos mundiales de libre mercado: las personas como producto, los productos ilimitados son escaseados a propósito para perpetuar la exclusión.
La crítica permite superar y alterar las normas estructuradoras del campo de representatividad de lo social, previas a cualquier práctica o acción política. El “yo” que soy, se encuentra constituido por normas y depende de ellas, pero también aspira a vivir de maneras que mantengan con ellas una relación crítica y transformadora. Esto no es fácil, porque supone -en cierta medida- que el “yo” se convierta en algo que no puede conocerse, amenazado por su inviabilidad, la alienación permanente. Los colectivos se vuelven desechables, circunstanciales, porque se componen de varias individualidades, varios “yo” que no se reconocen a sí mismos y no se ven en el otro. Existen aparatos de contención, el poder se encarga de que nos volvamos más para adentro, nos culpemos a nosotros mismos por ser precarizados, y así continúa el ciclo.
La indefectible distancia crítica que el “yo” marca respecto a las normas que lo constituyen muestra que lo que es él, no es del todo conocido y asible, ya que es más de lo que uno cree ser, y al mismo tiempo está continuamente desestabilizándose, deshaciéndose. El sujeto político es frágil y está continuamente rehaciéndose, mostrando así su vulnerabilidad y dependencia histórico-social. Hay algo que se le escapa al marco, algo que excede al marco, en tanto que la realidad es más amplia que el marco que la pretende limitar o encuadrar. Este algo que está fuera y que al mismo tiempo constituye el propio marco: la precariedad, es lo que perturba constantemente nuestro sentido de la realidad, lo altera, lo desestabiliza.
La deshumanización del otro es una condición posible de lo humano. Esta deshumanización se consigue bien enfatizando aquellas actitudes o hechos que se sitúan más allá de lo humano, para mostrar que no todo lo que parece humano lo es. Es decir, mostrar la inhumanidad que se esconde detrás de cualquier ser humano, manifiesta la necesidad de la exclusión, de la vida misma del otro. Lo humano se refiere a un tipo de vida, que desborda lo biológico-dado, y que es vivible dentro de unos parámetros socio-político determinado. Hay vidas humanas vivibles e invivibles, es decir, cuya muerte es incapaz de generar ningún tipo de lamento o duelo. Una vida que no importa, una vida no humana.
En este sentido, ¿Cuál es el denominador común entre el genocidio, el desprecio hacia a los inmigrantes, la exclusión de sus derechos sanitarios, sociales y políticos, la violencia de género, el aumento de la xenofobia y el racismo, etc.? El denominador común se halla en nuestro propio marco de lo humano y lo no humano. La diferenciación es una diferenciación contingente y cambiante históricamente, que estructura y determina tanto a los sujetos como a las instituciones políticas y prácticas sociales. La otra vía para marcar la frontera política entre lo humano e inhumano es la de borrar todo rastro de humanidad de ese otro. La historia personal, los afectos y hasta el nombre desaparecen, como mecanismos de deshumanización. Como sostiene el periodista gazatí, Abubaker Abed: «Me arrebataron mi infancia, mi juventud y ahora quieren robarnos la memoria.»
Con esta realidad, sabemos que el silencio no protege: enferma. Cuando ese silencio es social, institucional o mediático, el daño se extiende. Las sociedades que reprimen la verdad se debilitan. Las personas que normalizan el horror se deshumanizan. La salud mental no se construye en el vacío, necesita verdad, memoria y justicia. Como seres humanos, no podemos mirar hacia otro lado. Como seres humanos, no queremos dejar de sentir. Callar ante el genocidio no es neutralidad, es complicidad. Por eso tenemos que seguir alzando la voz, esquivando y batallando la neutralidad, eligiendo siempre cual es el lado en el que debemos, queremos, estar. Como decía el antropólogo, historiador y sociólogo brasilero, Darcy Ribeiro:
“Me puse del lado de los pueblos originarios, y me derrotaron. Me puse del lado de los negros, y me derrotaron. Me puse del lado de los trabajadores, y me derrotaron. Pero nunca me puse del lado de quienes me derrotaron. Esa es mi victoria”.
(*) Lucía Sigales Noguera es Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad de la República y miembro del Capítulo Uruguayo de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (RedH).