Carlos Fazio
Texto y foto publicados en La Jornada, México, 11.07.22
Desde el pasado 22 de junio, en el marco del plan de trabajo del mecanismo para el acceso a la verdad, el esclarecimiento histórico, la justicia, la reparación integral y la no repetición de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado mexicano durante la llamada guerra sucia, la narrativa del presidente Andrés Manuel López Obrador (y de su secretario de Defensa, general Luis Cresencio Sandoval) ha venido esbozando la “teoría de los dos demonios” y la “obediencia debida” caras a las fuerzas armadas, dos lógicas que revictimizan a los sobrevivientes de la tortura y a quienes han venido luchando desde hace décadas por encontrar a sus familiares detenidos-desaparecidos, y perpetúan la impunidad.
Ese día, el acto protocolario tuvo lugar en el Campo Militar 1, epicentro de las actividades clandestinas de la Brigada Especial (o Blanca), grupo de élite contrainsurgente compuesto por militares del Segundo Batallón de la Policía Militar al mando del entonces coronel Francisco Quirós Hermosillo, y agentes adscritos a diferentes corporaciones civiles, en particular a la Dirección Federal de Seguridad (DFS, la antigua policía política de los regímenes del Partido Revolucionario Institucional entre 1947 y 1985), que en los “años del plomo” fue dirigida por el capitán Luis de la Barreda, Javier García Paniagua y Miguel Nazar Haro. Allí iniciaba, también, la ruta de la muerte, como se llamó al traslado de prisioneros políticos en camiones refrigerados a la Base Aérea Militar 7, en Pie de la Cuesta, Acapulco (adscrita a la 27 Zona Militar, cuya comandancia ocuparon durante la guerra sucia los generales Enrique Cervantes Aguirre y Eliseo Jiménez Ruiz), de donde partieron los vuelos de la muerte con 143 presuntos guerrilleros, que según declaró a La Jornada en 2002 el ex procurador militar general Jaime López Portillo, fueron ejecutados y arrojados al mar desde un avión Arava IAI-201 en las costas de Oaxaca.
En ese contexto, y en presencia de unos 50 familiares y víctimas sobrevivientes del terrorismo de Estado, el acto −que pretendía ser simbólico y marcar un antes y un después en los renovados intentos por saldar la deuda con la memoria histórica, la verdad y la justicia derivada de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el Ejército al amparo de la Doctrina de Seguridad Nacional− se salió de cauce cuando el general Sandoval, sin ningún asomo de arrepentimiento ni deseo de pedir perdón, esgrimió la narrativa histórica del Ejército que delega la responsabilidad principal de los hechos en la “autoridad civil”. Y legitimando el arma en su papel “constitucional” de “garantizar la seguridad, el orden y el restablecimiento del Estado de derecho” (matriz binaria deshistorizada que se antepone a la violencia guerrillera, el caos y la subversión), admitió −sin mencionar a la institución perpetradora de los crímenes−, que se cometieron “determinadas acciones” que implicaron que un sector de la sociedad se viera afectado por “sucesos” (sic) que se alejaron de los “principios de legalidad y humanidad”. Un eufemismo insensible y revictimizante de la práctica sistemática de la tortura física, sexual y sicológica y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes en campos militares, bases navales y cárceles clandestinas, el asesinato de prisioneros y la detención-desaparición forzada de quienes en la jerga castrense de entonces era considerado el “enemigo interno”. Crímenes que, de acuerdo con el derecho internacional humanitario, no prescriben. Y en una tácita recuperación de la “teoría de los dos demonios”, dijo que el comandante supremo de las fuerzas armadas, López Obrador, había autorizado inscribir los nombres de militares fallecidos con motivo de los “hechos del pasado” en el Monumento de los Caídos como un “tributo” y “homenaje” a quienes “cumplieron con su deber”.
Luego, en un ambiente anticlimático por las protestas generadas por la intervención del general Sandoval, el presidente López Obrador, en la búsqueda de una narrativa consensuada y una memoria nacional única, dijo que el evento buscaba cerrar una historia negra de represión y exterminio de un régimen autoritario, antidemocrático. (En realidad, una guerra de exterminio antisubversivo.) Y si bien reconoció el derecho a tomar las armas en “determinadas circunstancias” −como quienes “lucharon por una patria justa, libre, independiente” (en los años 60 y 70) y antes Hidalgo y Morelos y luego Madero contra la dictadura de Porfirio Díaz−, inscribió la actividad como un acto de “reconciliación nacional”, sin comprender, en apariencia, que ante crímenes de lesa humanidad (que como en la conferencia mañanera del 28 de junio suele calificar como “excesos”, “errores” o “actitudes ilegales” cuando fueron acciones sistemáticamente planificadas y ejecutadas) no hay leyes de punto final, borrón y cuenta nueva, perdón ni reconciliación posibles. Asimismo (esgrimiendo una “obediencia debida” que no aplica ante crímenes de lesa humanidad), atribuyó la responsabilidad principal y legal de las órdenes represivas a los militares, a las autoridades civiles y los presidentes (de turno) como comandantes supremos de las fuerzas armadas.
Corolario natural de la Doctrina de Seguridad Nacional enseñada por el Pentágono a los ejércitos de América Latina tras el triunfo de la revolución cubana, la “teoría de los dos demonios”, propia de la narrativa militar funcional binaria (y de la de los ex presidentes de ideología liberal de Argentina y Uruguay, Raúl Alfonsín y Julio María Sanguinetti, con fines electorales y de restauración “democrática” a la salida de las dictaduras), plantea la existencia de una guerra que enfrentó a dos fuerzas antagónicas, equiparadas y simétricas: la guerrilla (la “subversión atea” o la “antipatria” impulsada por el marxismo internacional), y las fuerzas armadas (como encarnación del “ser nacional” y la defensa del “mundo occidental y cristiano”). En todos los casos se trata de una coartada para legitimar el terrorismo de Estado de las dictaduras del Cono Sur y el autoritarismo priísta en México, y exonerar la imputación de responsabilidades a las cadenas de mando castrenses que llegan hasta sus comandantes supremos, los presidentes de la República, con la consiguiente perpetuación de la impunidad y la repetición. La antítesis del nunca más.
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