Por Fabián Piñeyro(*)
Los detalles se suceden, historias coloridas de una heroicidad tenue pero disimuladamente exhibida, en las que se nos relatan distintos aspectos de la vida de quienes aspiran a ser elegidos.
Cada uno busca su nicho subjetivo, lo que se persigue es calzar al candidato con algunos de esos modos de ser validados e instituidos por el sentido común; iluminando algunos rasgos y oscureciendo otros para que calce, para que calce bien.
En algunos casos, el nivel de detalles nos permite acercarnos mucho a algunos momentos de la vida del candidato, incluso hay quien abunda en datos sobre la personalidad de sus padres, sobre los avatares y oficios de éstos.
Los discursos, los relatos poseen un intenso tono biográfico, hasta “psicológico”. La narrativa se desarrolla en lenguaje cinematográfico y no faltan los juegos de exhibición de un supuesto detrás de escena, en los que se puede ver parte de la parafernalia técnica propia de las producciones audiovisuales.
Todo ello con la intención de conseguir la identificación simétrica o aspiracional, eso es lo que se busca, eso es lo que se pretende, mediante la presentación de esas historias, que tienen, en algunos casos, un carácter soporífero.
Historias que no son otra cosa que una suma de detalles irrelevantes en todo sentido, cuya presentación, además, está organizada con el objeto de promediar la subjetividad. Es decir, ajustarla, acomodarla, modularla dentro de los parámetros propios de la normalidad social.
Las estrategias, los discursos, los gestos, se ciñen a una lógica puramente reactiva, no pretenden impactar en el imaginario social, no buscan incidir en él, lo que se disputan es la representación de ese imaginario.
Un imaginario social que admite, que cobija, un umbral angosto de divergencias, de disidencias.
Imaginario sobre el que no opera ni actúa la política formal, un imaginario producido por los aparatos ideológicos de la clase dominante y que la política formal asume como algo ya dado y a tener en cuenta al momento de diseñar las estrategias.
Los perfiles se elaboran con el objeto de captar el abanico más ancho posible de opiniones y simpatías, pero todo ello ha de desenvolverse dentro de ese umbral angosto que a veces parece “angostísimo”.
Se busca la empatía, pero en verdad, el tono esencialmente tenue hace muy improbable la emoción, el entusiasmo.
Una cierta sensación de estupor, de perplejidad y desconcierto, se apropia de algunos sesudos y bien pensantes relatores de la realidad que vociferan que faltan propuestas.
Propuestas no escasean, lo que no hay, lo que no se ve, lo que no se escucha, lo que parece haber sido remitido a algún lugar del pasado, a otro momento de la historia, es la política.
Lo que se lee, se escucha, son propuestas de gestión. Eso es lo que se ofrece, maneras distintas de gestionar el mismo orden, el mismo modelo económico, social y cultural.
Las convocatorias son todas generales, amplias, los discursos se dirigen a un sujeto abstracto carente de determinaciones concretas.
La prohibición de la política es acatada por todos los candidatos. El orden no se discute, ni se puede discutir; discutir el orden es propio de personas y de políticos irresponsables, de mentes afiebradas, es un signo de ideologismo, un acto censurado con la fuerza de un tabú.
Se plantean propuestas sí y se discute, pero no de política, se debate un poco sobre las políticas, es decir, sobre el carácter y la naturaleza de las acciones que el estado debe desplegar para que todo siga funcionando, para evitar los cortocircuitos, para resolver las tensiones y las sobrecargas que alguna vez se acumulan en algún lugar de la estructura.
Para encarar los problemas que genera la propia estructura en el desenvolvimiento de los cuerpos, en el metabolismo, en la subjetividad, en el ánimo. Problemas a los que se le niega estatus y carácter político. Se los subjetiviza, por ello, las respuestas se orientan hacia lo adaptativo.
Las amarguras, las angustias, las tensiones que produce la pobreza, la miseria y la desigualdad, los efectos que en los sujetos genera un orden alienante y deshumanizante, han devenido en problemas de salud mental, mediante una operación epistemológica y política de evidente intencionalidad.
Es así como aparecen distintas propuestas orientadas a activar variados mecanismos que tienen por telhos hacer que los sujetos toleren lo intolerable y sigan produciendo, rindiendo y cumpliendo con sus deberes.
El debate se despliega, por tanto, mayoritariamente, en un plano puramente instrumental, el modelo no se discute, no está en cuestión. Aquellos cuya biografía política registra un pasado de denuncia y crítica al orden, sobreactúan su apego y fidelidad con el mismo, en avisos, discursos y presentaciones.
Todos parecen querer lo mismo, anhelar lo mismo, y tener el mismo cariño por la gente. Sí, por la gente; le hablan a la gente, no a sujetos políticos, sociales y económicos bien perfilados. Aludir a ello está prohibidísimo.
El tono soporífero de la campaña no es imputable ni a los candidatos ni a sus asesores, es la manifestación de un fenómeno de mucho mayor calado, social y simbólico.
Ese sopor es el efecto de la prohibición de la política, poderosos celadores mantienen y guardan que nadie se atreva, que nadie se permita transgresión alguna a ese respecto.
Los garantes de la razonabilidad de las ideas y de los planteos, que ejercen su tarea oficiando de preguntadores, se han mostrado muy activos y eficaces al respecto.
Esa derogación de la política conforma e instituye un aspecto medular del imaginario social, el cambio del orden, la transformación sustantiva de las relaciones económicas, sociales y culturales es inimaginable, impensable; el orden es el que es y es dentro de él que cada uno ha de revolverse en función del lugar que le ha sido asignado.
Por ello hay una indiferencia lógica, nadie espera que el resultado de las elecciones produzca un cambio significativo en las condiciones que enmarcan su peripecia vital, porque lo que se debate son distintas formas de lo mismo. Porque son elecciones sin política.
Cada tanto aparece algún grito de alarma, alguien se anima a vociferar una advertencia, a expresar preocupación por la banalización del debate electoral y su desconexión con los problemas, con dramáticos problemas que presenta el Uruguay hoy.
Una suma de récords, número de presos por habitantes, tasa de homicidio, de suicidio, consumo de psicofármacos en adultos y en niños, altísimos porcentajes de la población que tiene distintos grados de dependencia con sustancias psicoactivas, y el dominio de amplios territorios periféricos por parte de los aparatos armados de los mercados ilegales, deserción educativa, y amplios bolsones de marginación…para nada de eso hay lugar en la campaña.
Porque como tal todo eso se explica y se lo presenta como desajustes, como cuestiones a resolver mediante intervenciones puntuales y eso es lo que se hace y lo que se piensa seguir haciendo, esto significa que como tal nada se va a resolver. Lo que se formula son distintas ideas sobre cómo atemperar y aliviar el síntoma, impedir que algo se salga de control y que al final se termine afectando el funcionamiento del orden, un orden que como tal no se puede discutir.
Un orden que es, en todo sentido, objeto de entusiasta exaltación, la autocomplacencia domina los discursos y la mirada que se tiene del país. De hecho, los discursos de campaña son muy moderados, se podría decir tímidos a la hora de señalar problemas, y abundan hasta el hastío en una colección de virtudes: seriedad, madurez, solvencia y calidad institucional. Discursos en los que se alude, además, de manera muy poco modesta, a la responsabilidad y el gran tino de la dirigencia política.
Una autocomplacencia que a nivel social empieza a resquebrajarse, una autocomplacencia que se ha venido tornando cada vez más epidérmica, en muchos sentidos bastante superficial y forzada, es lo que hay que decir y se espera que digamos, pero quizás no es lo que siente una porción grande de la sociedad.
Pero las estrategias y las campañas se construyen en base a lo que dicen los sondeos de lo que dice la gente, hay unas profundidades que escapan a esos sondeos y que no escapaban tanto al ojo de los candidatos que hace unas décadas atrás sí practicaban el oficio de la política.
Es una campaña soporífera por efecto de una acentuación radical extrema de lo tenue, insípida, y en algún sentido agrietada, pero no por el tono de las polémicas sino por el abismo que parece empezar a abrirse entre el discurso institucional de los políticos y el ánimo, las emociones, las angustias y el pensar de una porción amplia de la sociedad.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.