Los trazos simbólicos de un texto vivo

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Por Octavio Fraga Guerra (*)

En los medios de comunicación alternativos, y también en los que secundan las políticas editoriales del neocapitalismo, se subrayan las imágenes que documentan la violencia de policías antidisturbios. Sus páginas integran otros recursos sígnicos, como parte de una pensada aritmética que apunta hacia el dialogo y la influencia sobre el lector. Toda una arquitectura de recursos medidos por una clara intencionalidad: llegar a una gama de públicos meta.

En la era de globalizaciones se jerarquizan también, como ha sido la práctica histórica de la comunicación, las imágenes-signos en las portadas de las publicaciones y en las secciones con mayores índices de lectura. Este resorte se asume por el impacto social que tiene en los receptores —anónimos pero estudiados—, en convergencias con otras herramientas discursivas. Algunos mass medias construyen galerías de imágenes que acompañan noticias en desarrollo, como parte de la lógica de la inmediatez ante la velocidad en que discurren los hechos.

Los encuadres que se avistan en los textos de los fotorreporteros son dispares. Sus composiciones responden a las circunstancias y contextos de las escenas, que evolucionan —en la contemporaneidad— hacia una línea ascendente de confrontación y ruptura, resuelta en los escenarios públicos. Los límites se subvierten y los espacios en los que operan los actores se desdoblan, variando los protagonismos que condicionan o reformulan el acabado de las piezas fotográficas. Obviamente, en esta operación, interviene la mirada y el punto de vista del fotógrafo.

Las imágenes se materializan y resignifican. En ellas se observan decisiones, contradicciones y mensajes. Las condicionantes ideológicas, culturales, religiosas y sociales operan como variables que resuelven otras líneas interpretativas.

Las fake news, que las tecnologías de la contemporaneidad facilitan, deslegitiman el oficio de comunicar, de informar hechos en desarrollo. Esta herramienta se inserta en un “nuevo inventario” de recursos, por su capacidad de construir signos, complejizando el entramado de lecturas que operan en tiempos en los que la noticia transita a velocidades de vértigo.

A pesar de este cuadro, amerita subrayar el valor documental de la fotografía como registro de la realidad, que transita en constante evolución. Y también como esencial recurso para la construcción social de la verdad, que nunca es unidireccional. Sin embargo, es oportuno asentar un concepto primario que entronca con lo ideo-estético.

Las fotografías no se encargan de corroborar nuestra verdad o de asentar nuestro discurso sino exclusivamente de cuestionar las hipótesis en que otros puedan fundamentar su verdad. (…) La fotografía se limita a describir el envoltorio y su cometido es por tanto la forma. Nos seduce por la proximidad de lo real, nos infunde la sensación de poner la verdad al alcance de nuestros dedos… para terminar arrojándonos un jarro de agua fría a la cabeza[i].

Esta interpretación de la fotografía, que se erige como uno de sus muchos encargos sociales, no está en contradicción con la cartografía que la potencia como generadora y constructora de signos y narrativas. En una foto se advierten pulsaciones, conflictos o escenas, algunas humanamente inaceptables, que tras su socialización en los espacios de comunicación, deja de ser el resultado del “momento decisivo” (Henri Cartier-Bresson lo definió en un texto ampliamente publicado y estudiado) [ii] para transmutar hacia líneas de codificación crítica que resuelven los sujetos o lectores globales.

La foto, objeto de análisis, la protagoniza un adolescente que se avista en un centro dramático, que evoluciona con estructuras geométricas. En el encuadre se perciben cinco carabineros que son parte de los cuerpos de orden interior de Chile. “Su misión es brindar seguridad a la comunidad en todo el territorio nacional mediante acciones prioritariamente preventivas, apoyadas por un permanente acercamiento a la comunidad. Privilegia la acción policial eficaz, eficiente, justa y transparente”[iii].

 

Esta foto, del año 2019, forma parte de la memoria documental que materializaron los fotorreporteros en coberturas de las acciones violentas emprendidas contras los estudiantes secundarios por parte de los carabineros. Fueron momentos de explosión social en las calles de ese país, como respuesta a las políticas de corte neoliberal que instrumentó el ex mandatario Sebastián Piñera.

El encuadre, bien cerrado, subraya, —más bien opera— como una puesta significante. El conflicto entre el protagonista principal del texto, el adolescente chileno con los carabineros que asumen poses de cargas y anulación del movimiento del manifestante, es la base narrativa de la imagen, la esencia discursiva del texto. Son las prácticas “disuasorias de estos cuerpos de seguridad” insertos en los límites del cuadro, parapetados como figuras simbólicas, permeadas de significados.

La fotografía puede reflejar los mecanismos de la violencia, pero no la violencia; exponer formas del sufrimiento y del dolor, pero no el dolor o el sufrimiento. Más que tratar de la Verdad —como lo podría sugerir la idea esencia—, la fotografía deconstruye ese fondo opaco, para exponer las relaciones, mostrando que ellas son constitutivas y, en consecuencia, que toda representación —del alma o externa— no es más que instante y puesta en escena[iv].

Con este enunciado, Diego Jarak, director de la Facultad de Letras, Idiomas, Artes, Ciencias Humanas y Maestría Audiovisual y Digital de la Universidad de La Rochelle, Francia, apunta hacia las líneas argumentales que sostienen la pertinencia de la fotografía como recurso de reflexión. Potencia esta tesis los valores narrativos de esta, que son parte de los parapetos de su significación y sentido social.

Con esta imagen, el fotorreportero Alberto Pena escribió signos que habitan dispuestos en sus límites de manera prominente, aunque se debe apuntar que estos bordes resultan una convención. Más allá del encuadre construido por el fotorreportero, ocurren escenas que provocan otras lecturas.

La narrativa que muestra la foto responde, con todas sus curvaturas, a unas circunstancias y también al oficio del autor, permeado por la intencionalidad, la búsqueda de historias que parten de solventar objetivos precisos.

Todo lo anterior evoluciona, sin saber aún, que escena congelará para la memoria colectiva. Un fotorreportero de experiencia en este tipo de praxis periodística se mueve, y se emplaza, en los nichos de un espacio público, mientras piensa e intuye los lugares que le darán “la escena esperada”.

Son dinámicas que responden a textos que se materializan, en buena medida, por reciclados comportamientos en los espacios de confrontación, donde entra en juego el dueto de los “dominados y los dominadores”, entendido estos últimos, en el texto analizado, como los carabineros. Ellos ejercen la fuerza con instrumentos que anulan la voluntad de expresión y movimiento de los manifestantes, se identifican con simbologías, vestuarios y equipos signados para el ejercicio de su “labor”.

Son perturbadoras las narrativas que construyen sus trazos simbólicos cuando visualizamos esta foto. El drama se profundiza porque transcurre en un espacio impreciso; su dramaturgia y composición nos interpela y transporta a una situación que ocurre en una temporalidad, otra. En esta suma de variables se han de apuntar las condiciones que la hicieron posible, más los discursos y acontecimientos que merodean al autor de la imagen.

La foto podría dividirse en tres segmentos verticales. Esta operación simétrica contribuye a una mejor comprensión de la escena congelada. A la izquierda, dos carabineros cierran y subrayan la génesis del drama que opera en la imagen: la cerrazón del espacio y el desequilibrio de fuerzas que transpiran en el texto. A la derecha, otros dos carabineros complementan el discurso anterior: se registra un instrumento de represión. Este elemento sígnico agrava y profundiza la desproporcionalidad y la sin razón de la escena, y también del hecho.

Un fragmento del cuerpo (su hombro se apropia de los límites del encuadre) de un sexto carabinero aparece en el cuadro fotográfico pulsando la yuxtaposición de la escena. Esta ha de ser entendida como una amalgama de acciones, desatadas para quebrar y anular el movimiento escénico del “actor principal” de la puesta, el adolescente cercado por un corolario de cuerpos que apuntan a sesgar su movilidad.

El texto tiene un elemento dramático central que se subraya en el espacio limitado, el que imponen los carabineros. Un sexto, perceptible en el centro de la foto, anula explícitamente el movimiento del “actor principal”, duplica la desproporcionalidad del escenario y del dramatismo de las circunstancias construida por el observador actuante en un momento preciso.

Aquí se da entonces la toma de la imagen en el trascurrir de los sucesos que contextualiza a la fotografía en su condición primaria, la de un dibujado testimonio. Es el resultado de un momento subjetivo que parte de la vivencia de su autor, bocetada en el texto como sumas fragmentarias y parciales de la verdad, apuntaladas como los hechos de un Chile convulso, signado por exacerbadas confrontaciones en espacios públicos de la capital y en otras regiones del país suramericano.

Otros elementos simbólicos se anotan significantes en el texto: los vestuarios de los carabineros. En estas circunstancias de confrontaciones, donde los desplazamientos del cuadro acentúan el drama descrito, se invierten como relevantes las jerarquías que potencian el trazo instrumental de los actuantes públicos del estado chileno contra los manifestantes.

Las dimensiones de sus trajes rocambolescos, la coloración militar de sus ropas, los atuendos protectores que se advierten como atributos, sumados a los instrumentos que son parte del dibujo y las curvas dramáticas del texto (bastones, rodilleras, hombreras), redondean las prácticas opresoras de estos actores en la escena.

Sus funciones, legitimadas como sujetos de contención y  violencia, se traducen también —en el imaginario social de los lectores contemporáneos— como objetos simbólicos que acentúan el discurso dramático de la pieza fotográfica. Los lectores destraban los vértices de enconadas interpretaciones cuando se percatan de su presencia en el cuadro fotográfico.

En este parapeto de verdades perceptibles se localiza otra línea narrativa resuelta como elemento esencial y sustantivo de la foto: el comportamiento del sujeto opresor, ubicado en el centro de la imagen, que apunta al despropósito de neutralizar la movilidad, el gesto y las fuerzas de un adolescente, inmerso en el núcleo interpretativo de la puesta.

En ese punto centro del encuadre, el texto adquiere otra connotación significante. Si hacemos una gráfica de anillos circulares, que de alguna manera he dibujado en la evolución de este ensayo, esta escena resulta el drama central de una foto tomada en circunstancias de exploración y búsquedas de hechos que “traduzcan” el actuar opresor de los carabineros en Chile. Ante estos primeros planos reseñados, cabe apuntar que, en la actualidad:

Las imágenes ya no escandalizan, su hartazgo y accesibilidad le quitaron dramatismo. Nos acostumbramos al horror y a las formas convencionales de representarlo. Día a día las imágenes sobre la miseria humana recorren el planeta y alimentan no sólo a la prensa gráfica y televisiva sino también las exposiciones artísticas, ya que difícilmente una fotografía pueda escapar a un destino estético inmanente. Esta tendencia estetizante de la fotografía posiblemente sirva de filtro a la angustia de lo representado[v].

Frente a este retrato y los signos que deja el fotorreportero, amerita asentar algunas interrogaciones claves para el cometido de los signos ¿Cómo representar lo irrepresentable? ¿Qué impacto tienen en nosotros esas imágenes? ¿En qué medida nos permiten tomar consciencia de los conflictos de la contemporaneidad y cómo podemos y debemos encarar escenas de este calibre en nuestro comportamiento social?

Estas preguntas adquieren valor y apremio —hago un paréntesis en esta entrega— frente a las arremetidas del régimen genocida israelí, desatadas el 7 de octubre de 2023 contra el pueblo palestino. Ese día fue el inicio de una ofensiva militar de exterminio (otra) y de una nueva recomposición del mapa geográfico de esa región. Las imágenes que se abultan en las redes sociales y los medios de comunicación, muchas de ellas sin tiempo para poder procesarlas, nos ubican como espectadores en “balcones privilegiados”, reservados para leer toda una escalada de crímenes de lesa humanidad.

Frente a la supuesta democratización de los medios de producción y difusión de imágenes, pensada en circunstancias que explosionan el escenario palestino israelí (válido también para el contexto que narra el fotorreportero Alberto Pena por su desproporcionalidad), se agrega la probada pérdida de confianza para reproducir la realidad.

Los medios que detentan el poder de significar las imágenes, controlan (y contraen) nuestra dialogo con el entorno. Manipulación, desinformación, pensadas e intencionadas jerarquías de lo que resulta noticia, sumadas a las bocanadas del glamour que nos venden del establishment, se articulan como una algorítmica de ejes convergentes dispuestos en una catártica mesa acompañada de exquisitos empaques tecnológicos. En este collage de operaciones mediáticas se agregan la rescritura de la historia y la banalización de la cultura, para legitimar y reconfigurar otras escrituras de la verdad.

Regreso entonces a lo que nos revela el texto objeto de análisis. El sujeto centro escenifica la violencia circular que impacta en su cuerpo. Como un eje significante, el miedo se advierte en su mirada y expresión corporal y se imprime en la composición dramatúrgica de la foto.

Entre los cometidos de la estética está el organizar un sentido y construir conocimientos en torno a situaciones sociales. La violencia, en esta escena, produce discursos y, también, desanuda signos. Manifiesta, por otra parte, relaciones de poder que se organizan con una batería de soluciones semánticas.

En torno a la fotografía citada, pueden producirse dos lecturas. Una, el lector que legitima lo representado y pondera el curso de esta situación documentada como acto normativo, “legítimo”. Y una segunda —contrapuesta—, el que despieza lo representado desde una perspectiva crítica del actuar de los carabineros, en la que se desagrega otro marco de posibilidades interpretativas. El distanciamiento que origina una representación puede reconstruir o destruir, refundar o crear. Los valores que cada lector tenga por el curso de su vida, condicionan sus líneas argumentales.

 

En ese cuadro de variables operan también los procesos éticos, identitarios, culturales e ideológicos con los que cada sujeto lector se apertrecha. La sobresaturación de imágenes que habitan en los espacios de comunicación y recepción, cuyo signo es la violencia, se interpreta también como un factor influyente en la determinación del dialogo objeto estudiado-sujeto receptor.

La estética de la violencia produce una anestesia social, la sobreproducción de imágenes, el inconmensurable dolor, la inexplicable desesperanza, la gratuidad de la muerte, producen dos efectos de parálisis: la que genera el miedo (hasta el patetismo de tener miedo del miedo) y la que resulta de la indiferencia y el olvido (como dos mecanismos de sobrevivencia)[vi].

Este enunciado compulsa a formularnos otra pregunta clave: ¿Al estado opresor, que opera con el accionar de los carabineros, le importa que esta imagen objeto de estudio, tenga mayor o menor visibilidad en los espacios mediáticos?

Las respuestas podrían ser ambivalentes, pero hay una que aflora desde un meticuloso cálculo. La violencia que sustentan estos textos, la composición de los actores representados en el cuadro fotográfico y las narrativas que nos interpelan sirven, también, como recurso —no declarado— de intimidación. Se articula y opera frente a los actores sociales que asumen la toma de los espacios públicos, como recurso disuasorio para anular las respuestas que afloran frente al discurso del neoliberalismo.

A partir del símbolo central del texto, el adolescente sujeto de represión, se podrían desglosar paralelismos con las prácticas violentas que materializan las fuerzas de ocupación israelíes en Palestina contra sujetos de estas edades, que desarrollan similares acciones y comportamientos. ¿Cabe afirmar que existen conexiones, acuerdos, intercambios entre ambos países (Chile e Israel) sobre la aplicación de estas prácticas represivas? Resulta esta, otra dimensión de lectura que compulsa un texto de esta naturaleza.

La imagen muestra códigos que sirven de advertencia sobre la interrogación planteada. Sin embargo, no podemos desconocer que las prácticas represivas de los carabineros fueron construidas también desde la toma del poder del General Augusto Pinochet, tras el golpe de estado perpetrado contra Salvador Allende, en septiembre del año 1973.

Las imágenes se entretejen en el tiempo histórico al que pertenecen y aportan luces sobre el pasado. Tienen el cometido de mostrar y exponer un estado de historicidad, un vínculo del que no se pueden desprender, entre lo pretérito y el tiempo histórico en desarrollo. Vale entonces interrogarnos en torno a cómo esta fotografía, y las muchas otras que pueblan el imaginario social de la contemporaneidad, contribuyen (o no) a mostrar la destrucción de la condición humana, desde ese lugar de estremecimientos, conflictos y narrativas que nos demanda como sujetos observantes.

La temporalidad del texto y su condición intangible resueltas por el fotorreportero  Alberto Pena, nos lleva, inexorablemente, a ese pasado de horror y anulación instrumentado por la dictadura pinochetista. Entroniza en nuestro acervo simbólico con la imagen deleznable de Augusto Pinochet y la suma de actos perpetrados por la gendarmería en ese tiempo histórico.

El vernos implicados por las imágenes significa, de alguna u otra manera, entender las construcciones visuales como dispositivos culturales de orden simbólico, que establecen una doble distancia entre lo representado y lo significado, vale decir, la imagen como síntoma se establece como un significante que, eventualmente, puede darnos a ver a través de la expresión visual, una legibilidad histórica de un tiempo que se encuentra suspendido entre significaciones que circulan y circundan los contextos históricos, positivados como tramas, narrativas y relaciones mediatizadas entre pasado y presente, entre el recuerdo y el ahora[vii].

Resulta relevante abordar el punto de vista del autor de esta pieza. Su responsabilidad histórica es incuestionable por su labor de constructor de memorias, esenciales para evolución de la sociedad global.

La composición de la imagen, el encuadre dentro de los límites señalados, las narrativas que deja su instante congelado, resuelto en circunstancias de conflictos, en las que operan fuerzas oponentes, trasluce su mirada precisa, la de retratar un acto opresor que se gesta desde la violencia física.

El texto tiene, además, un significado interactivo, performativo tal vez. Se expresa en el tipo de contacto, distancia y actitud perceptible entre los actores del cuadro fotográfico y el observador. También,  en la solución composicional que se establece en la imagen, dispuesta en una posición de prominencia y precisos encuadres.

Esta relación de cercanía del fotógrafo observador-actuante ante la escena en desarrollo, donde no se advierten trazos de manipulación tecnológica, subraya la condición del texto como documento irrepetible por su capacidad de congelar un instante sígnico. Aplica, asimismo, como prueba documental de las atrocidades de un cuerpo policial, mandatado para “…brindar seguridad a la comunidad en todo el territorio nacional mediante acciones prioritariamente preventivas…”.

Esta pieza del fotorreportero Alberto Pena se inscribe como una entrega esencial para la construcción de la memoria, dispuesta como un texto vivo en su relación con la sociedad y el tiempo.

Notas

[i]Joan Fontcuberta. (1997). El beso de Judas. Fotografía y verdad. Editorial Gustavo Gili, SA. Barcelona. p, 143.

[ii]Henri Cartier-Bresson. (2017). Fotografiar del natural. Editorial GG.

[iii]Ver en https://www.chileatiende.gob.cl/instituciones/AD009

[iv]Diego Jarak. (2015). Fotografía y violencia, los límites de la representación. La représentation des violences de l’Histoire dans les arts visuels latinoaméricains (1968-2014).

[v]Pablo. M. Russo. (2007). Fotografía y violencia. la imagen de los dominadores. Question/Cuestión, 1(16). Recuperado a partir de https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/449

[vi]Daniel Inclán. (2018-2019). Violentamente visual. Los límites de la representación de la violencia. Interpretatio. Revista de hermenéutica, p 155.

[vii]Juan Pablo Silva-Escobar. (2024). Fotografía, violencia de Estado y legibilidad de la historia. Notas acerca del síntoma y el anacronismo de las imágenes fotográficas.  Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, nº 28, p 68-69.

(Tomado de Resumen Cuba 13 de junio 2024)

(*)  Octavio Fraga Guerra. Periodista y articulista de cine, Especialista de la Cinemateca de Cuba. Colaborador de las publicaciones Cubarte y La Jiribilla.

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