La tiranía del bien

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Por Fabián Piñeyro(*)

La tiranía del bien se asienta, se legitima y se perpetúa sobre el basamento y la fuerza de la indignación, el escándalo, la vergüenza y el tabú, nada escapa a su control porque no reconoce límites, por ello ha hecho porosa las limitaciones y las fronteras establecidas para garantizar la libertad de los individuos. Porque, como dice un amigo, al bien no se le puede poner límites.

Como toda tiranía, es despiadada. La bondad es invocada para justificar la violencia, un thanatos desbocado que pretende legitimarse en la indignación, una crueldad de pretendido ánimo justiciero que -en buena medida- es el producto de la perversión generada por la satanización del goce y del placer.

La tiranía del bien ha dictado un riguroso código moral que castiga duramente al ocio y ensalza al sacrificio por el sacrificio mismo, que reclama esfuerzos y exige, por sobre todas las cosas, resignación y acatamiento a los poderes instituidos.

Ese código prohíbe toda pérdida de tiempo y ordena desatender el presente en pos de un futuro permanentemente renovado. Debemos fijarnos y cumplir metas, y vivir esperanzados.

Un código moral que condena y sanciona gravemente toda emoción negativa y que castiga duramente a la queja, y nos ordena trabajar con alegría y transitar los sin sabores de la vida con optimismo.

Ese riguroso código prohíbe culpabilizar a otros, o al “mundo”, por la suerte propia. De acuerdo a sus preceptos, cuando algo falla siempre es culpa de un individuo, de alguien que hizo las cosas mal.

Ese código es general y abstracto, ciego, como la imagen de la justicia; y por ello “no” logra percibir que para unos es bastante fácil cumplir con sus mandatos y para otros casi imposible. Por ello, es un código hipócrita y despiadado, tan cruel que necesita -a cada rato- declarar que tiene a la bondad como fundamento.

La queja, el reclamo, están prohibidos, la rebeldía gravemente censurada. El único enojo habilitado es el punitivo, es la ira del bueno que se justifica en la indignación.

El castigo tiene un estatus legal diferente a otras formas de violencia. Las leyes de Dracón le han conferido reconocimiento, validez y legitimidad, de allí que el thanatos encuentre por esa vía un mecanismo legítimo de descarga.

Los indignados manifiestan una ferocidad extrema, que dice mucho sobre la intensidad del esfuerzo psíquico que realizan para adecuarse a los mandatos impuestos por la dictadura del bien.

La preocupación por la intención es un rasgo inherente a la moral, por ello reclama la instauración de todo un conjunto de dispositivos de observación y control de la actividad del alma.

Los pensamientos, las ideas, los decires, pero muy especialmente los deseos y apetitos, son objeto de una estricta vigilancia.

Para ello es necesario dotar a la policía del alma de poderosos y modernos instrumentos, y derogar los preceptos que tutelan el derecho a la privacidad de las personas e imponer una transparencia sin límites.

La intimidad es observada y controlada, la vida erótica es objeto de una intensa y especial regulación que condena el goce por el goce mismo y que ordena priorizar siempre la realización personal, lo que obliga muchas veces a encharcar la libido en el propio yo.

El régimen es cruel, injusto y perverso, porque instituye la condena del goce en medio de un sistema que genera continuamente nuevos deseos asociando subliminalmente el placer al consumo, sistema que sobrecarga al cuerpo de estímulos de toda naturaleza y que obliga a un intenso despliegue de energía que desequilibra, tensa y agota a la vez.

Injusto e hipócrita porque prevé todo un conjunto de transgresiones permitidas que están habilitadas para quienes pueden pagar los costos del pecado. El lujo, los viajes, las mansiones, resguardan la privacidad, liberan de las miradas y de la censura. Los ricos prefieren el anonimato y buscan siempre preservar su privacidad.

La inmensa multitud padece por no “pecar”, para ellos la sociedad de consumo tiene dispuesto distintos aliviadores químicos y escenográficos.

El dolor por no «pecar», es la furia que enciende las hogueras mediante las que la tiranía prepara la salvación de las almas.

(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.

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