Capitalismo, placer y dolor.

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Fabián Piñeyro (*)

Pintura de Oswaldo Guayasamín (**)

El placer y el dolor han sido abolidos, la angustia y la gratificación han ocupado su lugar. El sentido trágico de la vida se ha evanecido, no hay lugar para el destino, para lo fatal, porque en última instancia siempre todo depende de vos.

Toda aflicción pasa a ser entendida entonces como castigo y todo goce como una gratificación. El deseo se trasmuta en meta, en mero objetivo. Porque el hombre y la mujer han devenido en pura conciencia racional y el sujeto ha anulado la humanidad y negado nuestra carnalidad.

El anhelo ha sustituido al instinto, por irracionales e improductivos el placer y el dolor han sido prohibidos. El cuerpo todo ha devenido en un simple instrumento, se debe y se puede rendir más.

El sujeto no forma parte del cosmos, el sujeto habita el mundo sin formar parte de él, el sujeto está en abierta, constante y permanente agonía con el mundo y con el cuerpo que lo produce.

El sujeto debe dominar, controlar y reconducir las energías del hombre y la mujer, y también reprimirlas cuando corresponde; todo un conjunto de tecnologías ha sido creado y puesto al servicio de tal fin, el sujeto necesita narcotizar permanentemente el cuerpo.

El sujeto implica, en muchos sentidos, una negación de la animalidad, una negación de la especie por la vía de la individuación. Individuación que vela nuestra naturaleza gregaria.

El sujeto nació con la máscara, con el personaje, con la persona, con la predominancia del actor.

El personaje se convirtió en actor cuando el logos sustituyó al mito y en el lugar del destino se instaló la decisión.

La modernidad capitalista es una manifestación radicalizada de esta cosmogonía del sujeto y la decisión.

Cosmogonía de la decisión que ha angostado el campo de lo político y ensanchado infinitamente el de la moral.

Cosmogonía que interdicta el instinto, el placer y el dolor, que segmenta la totalidad de lo humano y establece un orden jerárquico que ubica a lo instrumental como el centro de la experiencia vital.

La ganancia, la utilidad, la productividad han devenido en algo más que fetiches y deidades, son lo que justifica la vida. La centralidad de lo instrumental ha sustituido a la razón por la racionalidad. El pensamiento también está sometido a la dictadura de la utilidad, no hay lugar para reflexiones inútiles.

La universalidad, la totalidad, carece de sentido como tal para el sujeto porque éste habita afuera del cosmos y no busca armonizar con él sino dominarlo y para dominarlo debe fragmentarlo.

El hombre se convierte así en un ser fragmentado y en permanente combate consigo mismo.

Solo están permitidas las emociones positivas, es decir, aquellas que nos impulsan a ir hacia adelante, las que nos llevan a ser más productivos; las demás deben ser reprimidas, contenidas, negadas y silenciadas. También el pensamiento ha de ser disciplinado, solo pensamientos útiles, positivos.

Para disciplinar las emociones y el pensamiento, es necesario silenciar al hombre y a la mujer, obturar sus energías, acallar al cuerpo, alterando la mayor parte del tiempo su metabolismo; para disciplinar a la mente es necesario domeñar el cuerpo que piensa.

Las pantallas cumplen una función importante en el disciplinamiento de los pensamientos y de las emociones. Operan por distintas vías y mecanismos, desde la provisión de gratificaciones sustitutivas que suavizan un poquito la falta de placer hasta la emisión de mensajes positivos y optimistas, que alientan a ver la mitad llena del vaso, a perseguir metas y a fijarse objetivos claros en la vida. Mensajes que poseen en muchos casos una textura y una naturaleza pedagógica.

La legalidad social ordena no perder el tiempo con pensamientos inútiles, con reflexiones sin sentido, manda reprimir las ideas y las emociones negativas.

Lo que se busca es, no solo que el sujeto no pierda el tiempo, lo que se quiere es que no piense y que no sienta ni como hombre ni como mujer. Lo que se pretende en última instancia es negar la humanidad que late bajo la máscara por detrás del personaje, negar la vida y con ello el placer y el dolor.

El sujeto se infantiliza por efecto de esa imposibilidad de asumir la experiencia del dolor que genera, a su vez, la incapacitación para el placer.

Las realidades últimas de la vida les son ocultadas al sujeto, se le ha ordenado no pensar en ellas, bajo la amenaza de que ello puede impedirle alcanzar la felicidad. Ésta aparece siempre ligada al consumo y a la realización personal, es una felicidad casi in-erótica de marcado perfil narcisista, y, en muchos sentidos onanista.

Como hay que evitar a toda costa pensamientos y reflexiones inútiles hay que remodelar las praxis educativas y formativas.

Estos imperativos han colonizado todo el universo de los sentidos sociales, la narrativa pública y la narrativa privada, el discurso de los expertos y el de los políticos.

El placer es sustituido por la esperanza, el goce por la promesa de reconocimiento y disfrute. Toda una ingeniería de premios y castigos ha sido construida para modular los comportamientos.

La interdicción del goce angustia porque implica la represión del instinto que genera un desbalance energético. Pero también angustia la represión del dolor.

En la sociedad de la productividad y la esperanza no hay lugar para el dolor; éste como tal no puede ser vivido, sentido; esa interdicción genera tensión y ésta angustia. Todo padecimiento viene acompañado de culpa, porque es responsabilidad nuestra sobrellevar bien la situación.

La sociedad de la productividad y del dominio del logos es la sociedad del plan, del programa por ello, es también, la sociedad del avance y del progreso y de la anti natural linealidad del tiempo que evanece y oculta la circularidad de la vida, el carácter cíclico del tiempo.

La sociedad de la esperanza es la sociedad de la espera por eso es alérgica al sentido cíclico del tiempo. La sociedad de la productividad que manda esforzarse en pos de algo, solo puede consolidarse si se esfuma el carácter cíclico del tiempo y la conciencia de la finitud de la vida.

La sociedad capitalista ha puesto la totalidad de la experiencia vital al servicio de la productividad y la ganancia, ha subordinado la vida y ha interdictado el placer y el dolor.

La contradicción fundamental es entre el capitalismo y el cuerpo oprimido, el cuerpo concreto y real.

 Las energías que pueden transformarlo todo están en ese cuerpo concreto y no en ningún metafísico sujeto de la historia

 (*) Fabian Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.

(**) Oswaldo Guayasamín es un pintor ecuatoriano.

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