De la enseñanza

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Por: Edh Rodríguez

¿Vivimos en un mundo donde la educación es algo pasible de caber en dos carillas?

¿Qué lugar ocupará la educación en el imaginario?, ¿qué será educar en nuestros días?, ¿qué espera una madre, un padre, un pariente, cuando mandan a sus hijos/as a la escuela?, ¿qué esperan las/os maestras/os al pasar -después de dieciséis años de escuela-liceo-formación docente- al breve espacio que queda entre el escritorio y el pizarrón?, ¿qué imaginan que habita en esa estancia poblada de mesas, sillas, bancos varelianos, niños y niñas, y desde hace unos años esos pequeños engendros electrónicos llamados “xo”?

La educación en dos carillas. Y la política en ciento cuarenta caracteres. Quizá lo único que quepa sean dos o tres ideas sobre el arte de enseñar. Han pasado dos siglos desde que Herbart pedía una ciencia de la educación que tomaría los fines de la filosofía, y el cómo de la psicología. Dos siglos en que la mirada se corrió desde el que enseña todo a todos (la promesa de Comenio en 1633) al niño que eventualmente aprenderá algo.

Así toda la discusión sobre educación ha girado en torno a sí misma, ha abandonado el arte y la posibilidad de enseñar; para caer del lado de la necesidad de la sociedad (los padres, las madres, los parientes) de que los/as niños/as aprendan y la obligación de la escuela de que los/as niños/as aprendan.

Parece no importar, el qué o el cómo enseñar, parece no quedar lugar para esa reflexión.  Todo cae del lado de entender, cómo aprenden los/as niños/as. Y que ese conocimiento traerá en su reverso algo así como la clave de la enseñanza.

Extraño giro. La educación ha pasado a ser algo que tiene más que ver con aprender que con enseñar (casi escribo “ser enseñado”, pero esto parece dejar al niño/a en un lugar pasivo que no toleraría la sensibilidad de esta época de derechos del niño/a).

Ha pasado a ser en el mejor de los casos algo que parece transcurrir por el hilo fino de la “relación educativa”, definida esta como la relación que propuesta por el maestro, y con una intencionalidad clara, produce en los alumnos un efecto, el aprendizaje.

Hemos operado un giro interesantísimo. La educación ocupa todos los discursos. Algo se juega allí. Y parece jugarse en serio. Seguimos sin discutir la enseñanza, su posibilidad. La relación con el saber que se pone en juego. Porque, en última instancia, todo lo que sabemos, lo que aprendimos, lo hemos aprendido porque nos fue mostrado, enseñado. Y porque nos fue mostrado como algo que valía la pena saber. Como una pregunta que valía la pena seguir, o un saber que era falta. Y que por faltar llamaba.

El año pasado en varios institutos de formación docente debimos padecer eventos en que veíamos y discutíamos sobre “la educación prohibida”, donde se habla durante tres horas de todo, menos de saber y, por ende, tampoco se habla de enseñar. Porque si no hay algo a saber ¿qué se puede enseñar?

Este año me encontré con una conferencia de Carlos Skliar.  Dice que educación debe comenzar por la mirada, por el ver al otro con buenos ojos, como un igual, radicalmente igual. Con el gesto de reconocer al otro como un igual en su diferencia. Y lo dice de un modo bello, conmovedor.

No habla de enseñanza Skliar, pero establece las bases de su posibilidad. Porque la igualdad radical que demanda a la mirada del educador, puede establecerse como igualdad radical en torno al saber. Igualdad radical en la falta. En la falta frente al saber. Es siempre la falta la que nos convoca. La que nos mueve. La falta de eso que sólo puede ser rodeado, advertido cuando es puesto en signos (puesta “in signo”, tal como San Agustín definía a la enseñanza) cuando es mostrado en su falta.

Igualdad radical, dice Skliar, en la que el mirar con buenos ojos hace desde el enseñante lugar al aprendiente. El que es mirado con buenos ojos, no es mal visto.

Sin embargo, desde la educación parece difícil no generar sujetos mal vistos. Seguimos generando en nuestras prácticas sujetos desajustados, sujetos que no encajan donde no se les hace lugar. Sujetos que desertan de una guerra en la que han entrado por fuerza y a la que no entienden.

Parece demasiado angustioso verse bien ante la falta. ¿Cuántos maestros y profesores admiten ante sí mismos que no saben, y que por eso mismo enseñan?, ¿que por eso mismo están en búsqueda, y que sus estudiantes son en el mejor de los casos testigos de esa búsqueda?, ¿quién se anima a buscar en público un saber, cuando se supone que está transmitiendo un conocimiento?

Tal vez lo único sobre educación que quepa en dos carillas sea el admitir, humildemente, que hay una falta llamando y seduciendo. Y que esa falta puede ser mostrada, nombrada, enseñada. Puede convocar otros en falta. Y hacer lugar a que miremos con otros ese hueco a aprender.

Quizá lo único que queda es el gesto, el reconocimiento de esa igualdad. Y la confesión de que, al igual que Sócrates sobre el amor, nosotros no sabemos nada sobre educación y enseñanza. Sólo tenemos el vago recuerdo de lo que nos relatara Diótima. Y ese recuerdo habla de una verdad perdida, del amor al saber y de la búsqueda.

Quizá allí haya alguna clave.

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