Por Javier Gómez Sánchez (*)
Dibujo Adán Iglesias Toledo (**)
Alfred Nobel fue un químico y empresario sueco, nacido en 1833 en una familia que combinaba la vocación por la ingeniería y la innovación tecnológica con la habilidad empresarial. Su padre, Immanuel Nobel, inventor de la mina naval —un dudoso aporte a la humanidad—, logró ser un próspero propietario de fábricas de maquinarias industriales y armamento luego de trasladarse a Rusia y presentar al zar el nuevo artefacto.
Su hijo Alfred se dedicó al estudio de la química y a la producción industrial de sustancias explosivas. Este tipo de fábricas, dedicadas a la obtención de nitroglicerina, exponía a los obreros a un peligro permanente, en condiciones laborales sin garantías y con muy poca seguridad. Luego de que su propio hermano Emil muriera en 1863 en una de las frecuentes explosiones, Alfred centró sus investigaciones en obtener un explosivo más seguro, logrando la invención de la dinamita, cuya patente aumentaría aceleradamente su fortuna.

También inventó la balística, un tipo de pólvora sin humo, y desarrolló muchas otras tecnologías aplicadas a cañones, proyectiles y cohetes, llegando a registrar más de 300 patentes. Nobel se enriqueció enormemente gracias a la industria bélica. Como parte de su consorcio empresarial compró la fundición de acero Bofors y la convirtió en la principal industria sueca de armamento, aunque los diversos contratos con gobiernos europeos —y los cabildeos políticos para lograrlos— lo llevaron a registrar empresas e instalar fábricas en varios países. Si algo le daba ventaja sobre otros empresarios armamentistas es que no estaba sujeto a sentimientos de fidelidad nacional a ninguna de las potencias europeas. Sus fábricas estaban en Rusia, Suecia, Francia e Italia, incluso en naciones enfrentadas entre sí. Era un capitalista internacional por excelencia. Las guerras aumentaban su capital y ofrecían oportunidades para que los gobiernos aceptaran comprar nuevos tipos de armas.
Según su correspondencia, mucho antes de la invención de la bomba atómica, Nobel cultivaba una estrambótica visión de garantizar la paz mundial mediante la creación de armas de efecto tan devastador que su propia existencia y uso potencial serían un recurso persuasivo, considerando que sus fábricas y laboratorios eran un aporte a este propósito.
Movido por intenciones filantrópicas, integró varias organizaciones pacifistas, ya fuera para mitigar su imagen pública, responder a reclamos de pacifistas allegados o por su conflicto personal con su doble condición de hombre de ciencia y capitalista. Como miembro, participó en congresos de paz y financió actividades internacionales para la mitigación de conflictos. Mientras tanto, sus industrias siguieron produciendo armamento y enriqueciéndolo cada vez más. El sistema capitalista militar-industrial que se desarrolló durante el siglo XIX, al que Nobel aportó y del cual se benefició, llevó a la transformación tecnológica bélica hasta llevarla a la llamada Guerra de Segunda Generación, con la producción industrial como principal componente. El empresario sueco, fallecido en 1896 en Italia, donde atendía algunas de sus fábricas, no vivió la Primera Guerra Mundial, máxima expresión de esa carrera armamentista.
Nobel podría ser considerado un exponente de la típica mezcla entre innovador, capitalista y figura pública, cuyo capital se formó a través de revoluciones tecnológicas, con fuertes vínculos con poderes internacionales en el mundo del siglo XIX, con los que mantenía una mutua dependencia; un tipo de empresario que en nuestro tiempo tomaría forma en personajes como Elon Musk, Mark Zuckerberg, Bill Gates, Steve Jobs o Jeff Bezos.
Sus hermanos Ludvig y Robert Nobel permanecieron en Rusia, dedicados igualmente a la industria de armamentos gracias a fuertes vínculos con el poder zarista, hasta que se convirtieron en precursores de la industria rusa del petróleo, fundando la empresa petrolera Branobel, de la que Alfred era también accionista, llegando a ser considerados entre los hombres más ricos de su época. Ludvig fue inventor del barco petrolero y creador de la primera flota de buques tanqueros. Esta rama petrolera de la familia posiblemente fuera además pionera en el lavado de imagen corporativa para paliar los efectos de su industria, financiando programas sociales, centros culturales y parques.
En 1888 Ludvig falleció y algunos periodistas al dar la noticia, lo confundieron con su hermano Alfred, quien era más conocido. Esto le dio al más famoso de los Nobel una idea de lo que se pensaba de él y lo que se diría al ocurrir verdaderamente su muerte. Cuando abrió los periódicos, pudo leer titulares llamándolo “mercader de la muerte” y artículos comentando que había muerto el hombre que había inventado cómo matar a más personas más rápido. Aunque cuestionado en su veracidad por sus biógrafos, se considera que esto le produjo un gran impacto.
Movido por su conciencia y por sus relaciones personales con figuras pacifistas, Nobel finalmente decidió crear su propia iniciativa para la paz mundial y el desarrollo de las ciencias. En su testamento, indicó la creación de una entidad sueca dedicada a la entrega de premios a personas con un notorio aporte a la humanidad en diferentes categorías: Física, Química, Medicina, Literatura y Paz. En este último caso, en vez de la Academia Sueca, la encargada sería una institución de Noruega, ya que consideraba que era un país más neutral. Para financiar los premios legó gran parte de su fortuna, creándose la Fundación Nobel.
Un premio de economía sería agregado por los organizadores a partir de 1969.
Según sus palabras, el premio a la paz debía entregarse a personas que «hayan realizado el mayor o mejor trabajo en favor de la fraternidad entre las naciones, de la abolición o reducción de los ejércitos permanentes y de la celebración y promoción de congresos de paz”. Para valorar los candidatos y seleccionar al galardonado, se establecería un Comité de cinco miembros electos por el Parlamento noruego.
Cada año, el Comité Noruego para el Nobel hace un llamado a un extenso grupo de personas e instituciones para que realicen nominaciones, recibiéndose cientos de propuestas.
El Premio Nobel de la Paz fue entregado por primera vez en 1901. En esa ocasión, los galardonados fueron el suizo Henri Dunant, creador de la Cruz Roja, y el francés Frédéric Passy, fundador de la Comisión Interparlamentaria Internacional, dedicada a vincular a los parlamentos del mundo.
La primera mujer en recibirlo fue la destacada intelectual, feminista y pacifista austríaca Bertha von Suttner, premiada en 1905, quien mantuvo una estrecha relación personal con Nobel y se dice que fue de gran influencia para que este se vinculara a esfuerzos por la paz mundial. Fue la segunda mujer en recibir un Premio Nobel, después de que Marie Curie recibiera el de Física en 1903. Con una gran visión, Von Suttner -autora del folleto La barbarización del cielo, publicado en 1912- se opuso a la creación de nuevas tecnologías para la guerra y especialmente abogó por la prohibición internacional de los bombardeos aéreos y al uso de la aeronáutica para fines bélicos.
Durante sus primeras décadas, las figuras homenajeadas fueron europeas —con mayores o menores méritos para recibirlas—, hasta que fue entregado al diplomático estadounidense Elihu Root, por su labor en las relaciones entre Estados Unidos y los países de América del Sur. Quizás fue cuando el Premio Nobel de la Paz comenzó a torcerse, bajo el peso de la visión desde las potencias dominantes: Root es considerado por unos como un prominente diplomático, mientras que para otros fue un diseñador de la relación neocolonial de Estados Unidos con los países latinoamericanos y de su estreno como potencia imperial tras la guerra Hispano- estadounidense en 1898. En el caso de Cuba, fue uno de los diseñadores de la Enmienda Platt, impuesta en su primera constitución, que garantizaba el control de Estados Unidos sobre la isla, frustrando su verdadera independencia.
Los Premios Nobel de la Paz transitaron a través de la historia del mundo: El presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson lo recibió por sus esfuerzos para la fundación de la Liga de las Naciones (precursora de la Organización de las Naciones Unidas). La primera persona de piel negra premiada fue el estadounidense activista por los derechos civiles Ralph Bunche, reconocido por su mediación en el conflicto árabe-israelí durante los años 40. El general George Marshall lo recibió por la supervisión del plan de reconstrucción económica de Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial, conocido por su nombre. El líder sudafricano negro Albert Luthuli fue reconocido por su lucha contra el apartheid en 1960 y Martin Luther King Jr. en 1964.

En 1973, el premio fue entregado al Asesor de Seguridad Nacional, y más tarde Secretario de Estado, Henry Kissinger, y al diplomático Le Duc Tho, representante del Partido Comunista vietnamita, por los diálogos para poner fin a la Guerra de Vietnam. A diferencia de Kissinger, Duc Tho, probablemente por indicación del Partido, renunció a recibir el premio, debido a que los bombardeos estadounidenses continuaban. La guerra de Vietnam realmente terminó en 1975 con la toma de Saigón por tropas norvietnamitas y la mayor derrota militar de la historia de los Estados Unidos.
La utilización del Nobel con motivos ideológicos durante la Guerra Fría ya se había puesto de manifiesto cuando se entregó en 1971 a Willy Brandt, canciller de la Alemania Federal; poco después, en 1975, se premió al disidente soviético y científico Andréi Sájarov. En 1988, el Parlamento Europeo creó ya directamente el Premio Sájarov por la Libertad, para premiar a otros disidentes de Europa del Este y opositores a regímenes que le resultaran poco convenientes. En 1983, el Nobel fue entregado al sindicalista y opositor polaco Lech Walesa, líder del sindicato Solidaridad.
En 1990 lo recibió Mijaíl Gorbachov, según el Comité “por el papel principal que desempeñó en los cambios radicales en las relaciones Este-Oeste”, entiéndase por el desmantelamiento del socialismo en la URSS que llevó a su posterior disolución.
La única vez que lo recibieron dos mujeres fue en 1976, cuando las irlandesas Betty Williams y Mairead Corrigan fueron reconocidas por su labor en la solución del conflicto en Irlanda del Norte.
La entrega al presidente egipcio Anwar Sadat y al primer ministro israelí Menachem Begin fue el primer episodio de premiación conjunta en el marco del conflicto entre Israel y los países árabes. En 1994 lo recibirían Yasser Arafat, Yitzhak Rabin y Shimon Peres. Rabin sería asesinado por sionistas en un atentado al año siguiente.
Algunos de los premiados más reconocidos mundialmente han sido el reverendo sudafricano Desmond Tutu, el Dalai Lama, la activista birmana Aung San Suu Kyi, la líder indígena guatemalteca Rigoberta Menchú, el argentino Adolfo Pérez Esquivel, la Madre Teresa y Nelson Mandela.
El ex presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, fue homenajeado en 2002, cuando acumulaba una larga y reconocida labor personal en aras de la paz y la solución de conflictos.
Entre los otorgamientos más dudosos en la historia del premio está haberse concedido en 2009 al entonces inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama. ¿Lo merecía alguien que sustituyó durante su gobierno las invasiones de su predecesor por numerosos asesinatos selectivos y ejecuciones extrajudiciales mediante el uso de drones?
Recientemente, Donald Trump ha mencionado en repetidas ocasiones que se considera a sí mismo como merecedor. La pretensión hace recordar cuando, en 1939, un parlamentario sueco propuso sarcásticamente a Adolf Hitler como candidato, respondiendo a la nominación del entonces primer ministro de Reino Unido, Neville Chamberlain, quien, en su rol al frente de una potencia igualmente imperialista en pugna por el control del mundo, dudosamente podía considerarse que sus intereses se basaban en la vocación por la paz. La intención del chiste fue hacer ver que por el camino de extraviar la idea de lo que realmente significa trabajar por la paz se puede terminar considerando a cualquiera.
Este año provocó consternación que la receptora fuera nada menos que la opositora venezolana María Corina Machado. El comunicado oficial alegó que se le otorgaba “por su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha para lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”.
Numerosas voces de protesta se han alzado al haberse entregado un reconocimiento tan significativo a una figura política vinculada a llamamientos a la violencia, solicitudes de intervención militar y desconocimiento de resultados electorales, por solo citar algunos elementos de un reprobable historial. La premiación es evidentemente intencionada y nada inocente, tras una intensa campaña internacional para aislar al gobierno de Venezuela, luego de que este ganara las pasadas elecciones. Se hace parte del relato de fraude, a pesar de que las evidencias respaldaron la validez de los resultados que dieron la victoria nuevamente al chavismo. Viene a entregarse, como un acto de complicidad simbólica, cuando Venezuela está siendo amenazada por barcos de guerra de Estados Unidos y sin prueba alguna se presenta a las autoridades venezolanas como organizadoras de narcotráfico. Es un episodio más en la zigzagueante trayectoria del galardón, con bandazos negativos que han lacerado en varias ocasiones su prestigio y rigurosidad.
La historia del Premio Nobel de la Paz -junto al fuertemente ideológico galardón de economía- ha sido principalmente la de un instrumento de validación política y reconocimiento de los poderes hegemónicos dominantes hacia sus favoritos, con varios momentos de concesiones a personas que sí han resultado ser verdaderas luchadoras por la paz, tratándose en todo caso de muestras de tolerancia hacia estas.
La mirada de los Premios no ha escapado nunca del orden mundial dividido entre colonizadores y colonizados, capitalismo y comunismo, liberalismo y socialismo, imperialismo y luchas populares de liberación, ni de la expresión internacional de la lucha de clases. Su insistencia en premiar la “lucha pacífica” no es inocente ni casual -aunque esta cuente con figuras dignas del mayor reconocimiento mundial-, sino que al hacerlo abraza la manera de resistencia más conveniente para los poderes coloniales y se le sugiere así a los “buenos colonizados” que deseen su independencia, pero aspiren a obtenerla por el método más políticamente correcto y menos peligroso para sus dominantes, aquel que hace a sus colonizadores el menor daño posible.
Los Nobel nunca han abandonado una mirada desde los centros de poder mundial, inicialmente eurocéntrica y más tarde concentrada en el Norte Global.
Debería haber un Premio Nobel de Resistencia, para premiar a los que han luchado con las armas por causas justas, a los que por eso han sido históricamente presentados como salvajes sin alma, sin civilización, sin cultura, sin historia, racialmente inferiores, y más recientemente, como terroristas y narcotraficantes. Pero algo así es imposible de concebir para las lógicas dominantes.
El concepto de paz para el mundo y la referencia de lo que significa ser alguien que trabaja para ella no puede ser la de los Premios Nobel. La paz es un concepto tan grande como las dimensiones de la humanidad y difícilmente cabría en el testamento del rico armamentista que, para aliviar su conciencia, pensó que podría ensanchar así el hueco de la aguja por el que pretendía entrar al reino de los cielos.


(*) Javier Gómez Sánchez (La Habana, 1983) Periodista, profesor e investigador. Máster en Ciencias Políticas en Estudios sobre Estados Unidos y Geopolítica Hemisférica por la Universidad de La Habana. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de las Artes de Cuba. Ha escrito numerosos artículos sobre comunicación política, guerra mediática y cultural, redes sociales e internet. Es autor de los libros Las Flautas de Hamelin. Una batalla en internet por la mente de los cubanos (2020), La Dictadura del Algoritmo. Guerra mediática y redes sociales en Cuba (2021), Los que curan y los que envenenan. Páginas de una pandemia mediática (2023). Realizó los documentales La Dictadura del Algoritmo (2020) y El insomnio del Hombre Nuevo (2024). Profesor de Comunicación Transmedia y Documental en la Universidad de las Artes de Cuba.
(**) Prof. Adán Iglesias Toledo, Director del Medio humorístico DEDETE del Periódico Juventud Rebelde, miembro de la UNEAC. Colabora con varios medios de prensa en su país y en el extranjero.