Hasta la célula

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Por Lucía Sigales Noguera (*)

 

“Y hojeando diarios y novelas y biografías, recuerdo que cuando una mujer habla a otras mujeres, debe tener una intención muy desagradable. Las mujeres son duras con las mujeres. A las mujeres las mujeres les desagradan. Las mujeres; pero ¿no están hartas ustedes de esa palabra? Les aseguro que yo lo estoy. Convengamos, entonces, que una conferencia leída por una mujer a mujeres debe acabar de un modo particularmente desagradable”.

Virginia Woolf en ‘Un cuarto propio’

 

La escritura debe adaptarse de cierto modo a los cuerpos y al azar, lo decía esta misma escritora. Se podría afirmar que mujeres deberían escribir más breve, más concentradas que los hombres y para ello no pasar por largas horas de trabajo tenaz e ininterrumpido. ¿Cuáles son las alternativas de reposo y trabajo con las que deberíamos poder contar para expresarnos a través de la escritura?

He aprendido más sobre feminismos en novelas escritas, tanto por mujeres como por hombres, porque la lectura y la crítica nos puede dar un vasto alcance, una sutileza mayor al sentir y transcurrir de nuestras sociedades, en tanto superestructuradas por la economía a lo largo de generaciones de escritores. Cuando una escribe o lee pareciera que cada texto fuera una continuación del otro: los personajes, los lugares, el tiempo, las infancias, el amor y el goce; pareciera que nosotros mismos estuviéramos repartidos en esos distintos textos que creamos o que leemos y nos identificamos.

Por el contrario, en este exceso de racionalidad, de diferenciación, de anulación de la otredad, en el que entiendo que se enmarcan un montón de posturas feministas, blancas, universitarias, de clase media…no logro conectar mi historia personal ni la historia de la humanidad, dada la concatenación de titulares, que no tienen nada que ver uno con otro, pero cuyo desenlace es siempre el mismo: no tenemos poder. ¿Cuál es el poder que queremos? ¿todas las mujeres queremos el mismo poder? ¿qué pretendemos hacer con ese poder? ¿resolver la representatividad de las mujeres o acabar con las injusticias en el mundo? ¿las injusticias a las que se ven sometidas las mujeres blancas, universitarias, de clase media, son las mismas que las del resto de las mujeres? ¿y qué pasa con la del resto de los hombres?

Es cierto que la diferencia de género existe y se expresa: en el ejercicio de la violencia, en acceso a trabajos mejores remunerados, en la diferencia de horas que se le dedican a las tareas de cuidados y un largo etc. Pero también es cierto que las posibles soluciones a estas problemáticas siempre parecen desviarse a panfletos que nada tienen que ver con el cambio sistémico al que debemos apuntar, mujeres y hombres.

Escuchar a mujeres hablar sobre los cuerpos de otras mujeres, caracterizarlas como hegemónicas o contra hegemónicas, escucharlas hablar sobre en qué deberíamos “invertir” nuestro tiempo porque al parecer cuidar no es productivo, con una mirada panóptica, moralista…no me parece un ejemplo de sororidad, no me parece anti sistémico, entendiendo que justamente lo sistémico es la negación de la otredad. ¿Existe un prototipo de feminista al que hay que ceñirse? ¿la belleza, el lenguaje, la apariencia, las tareas, los gustos… son determinantes? Me hace pensar que más que luchar contra un sistema, luchamos por disfraces, por la construcción de personajes que nos den una identidad para poder diferenciarnos del resto. Y esto más que batalla cultural, es lo más sistémico que puede haber.

Es en esta chatura de debate donde nacen conceptos alarmantes, deshumanizantes, individualizantes, como -por ejemplo- la anti natalidad. Un movimiento creciente en el mundo, de mujeres y también de hombres, blancos, universitarios, de clase media, que amparados en la máxima de “mi cuerpo, mi templo” ponen en tela de juicio la continuidad de nuestra especie. Estamos dispuestos a terminar con la vida del ser humano en lugar de seguir buscando como cambiar el sistema, nos es mas fácil cuestionar nuestra reproducción que cuestionar las horas que le dedicamos a la producción, del mismo sistema al que decimos combatir.

Y ¿qué pasa con el goce? ¿qué pasa con el tiempo para el deseo? ¿también para esto vamos a tener que crear estereotipos? ¿quiénes somos para decirle a alguna otra, a algún otro, cómo tiene que gozar? Por el contrario, el goce no conoce de panfletos. Veo gente que se esconde de gozar, del ocio y del tiempo, porque sienten culpa de tales “privilegios”, porque el discurso del mérito les ha calado el alma.

El cuerpo, la carne, habilitan a la otredad a inmiscuirse en nuestros rincones de pieles, olores, sudor, lágrimas y deseo. El fetiche, ¿quién sabe cuál será el de cada una/o? Veo personas a las que me cuesta imaginarlas en el plano sexual, ya por su pose, ya por su desgano, ya por sus palabras. ¿Es culpa de la “hegemonía corporal” como la llaman? O acaso no será, como insistía Freud, que “El metódico sacrificio de la líbido es una desviación provocada rígidamente para servir a actividades y expresiones socialmente útiles, es cultura”.

Porque el deseo y la eroticidad trascienden los cuerpos. Hay pies lindos, bocas, miradas, narices, pelos, dientes, sonrisas, lenguaje corporal, saludos, abrazos. Mujeres y hombres que seducen porque se permiten ser con su cuerpo, no se comparan, lo viven, lo vibran, destilan deseo por cada uno de sus poros. Y eso es maravilloso, es vida, pasión, que no se esconde atrás de ningún prejuicio ni ninguna materialidad. Llevan el deseo en su andar y así lo deben de llevar en sus momentos íntimos, se nota, se disfruta.

Nuestra mentalidad occidental que separa razón de emoción, cuerpo de mente, vivir de disfrutar. No se permiten, ni siquiera a escondidas, no se erizan. Lo que se pierden con tal de mostrarse superiores, racionales, ajenos a sus necesidades, rígidos, frígidos.

Dice Hebert Marcuse en ‘Eros y civilización’: “la feroz y a menudo metódica y consciente separación de la esfera instintiva de la intelectual, del placer del pensamiento. Es una de las más horribles formas de enajenación impuesta al individuo por su sociedad y espontáneamente reproducida por el individuo como una necesidad y satisfacción propia (…) consecuentemente, a la liberación instintiva abarca la liberación intelectual tanto más cuanto que la lucha contra la libertad de pensamiento e imaginación ha sido convertida en un poderoso instrumento del totalitarismo, tanto el democrático como el autoritario.”

Pienso que juzgar la feminidad, separarla de lo femenino, es infantil, es no recorrer todo aquello que implica el goce. Algunas dicen que recorren barrios y las mujeres se quejan de lo corpóreo, bueno esa militancia barrial para sacar etiquetas y exponerlas en esas charlas no es más que infantilizar el cuerpo que ellas mismas piden que no sean objeto. Pero, ¿han indagado sobre sus cuerpos y su eroticidad? ¿o solo se basan en una mirada de una mujer por sobre otra? Esa es la trampa. El deseo, justamente, el fetiche, lo esconden. Venden solo miradas, las miradas que ellas mismas critican.

Distraen nuestros cuerpos, que ya no resisten tanta imposición discursiva ni tanta explotación. Discursos que nos venden una alternatividad, porque los libros y las conferencias hay que pagarlas, para que te lo tragues como una bebida Detox verde, de golpe y pa’ adentro.

Hace un par de años, entre crianza, trabajo de oficina, y el genocidio contra Palestina en vivo y en directo, mi cuerpo empezó a generar defensas que comenzaron a perjudicar mis tejidos sanos. Mis células sienten que deben defenderse de algo y terminan enfermándome.

El cuerpo, que nunca había dolido, comenzó a doler de a poco. Mi mente no llegaba a acompañar estas manifestaciones físicas, siempre llegaba tarde. El cansancio era agotador, el miedo aparecía. Cuando pensaba que la euforia de los corticoides me curaba, me volvía de 20 años, algo que no es cierto porque tengo casi 40, pensaba: “No puede ser”. Me bajan la medicación y el dolor comienza otra vez a resurgir. Ya no tengo 20, ahora tengo 85, cosa que tampoco es cierto. Locura, ansiedad y desesperación, pensar en una muerte cercana era nuevo para mí. Con ayuda terapéutica voy transitando y aceptando mi diagnóstico, mis bajones ya no son tan bajones, pero las preguntas persisten: ¿quién?, ¿cómo?, ¿por qué?

Esta enfermedad me encontró finalizando mi trabajo de oficina, por suerte, porque no me visualizo trabajando y teniendo que rendir como antes, sería imposible, debería tapar el dolor y no podría, sería mucho. El trabajo en la chacra, en el hogar y la crianza, parecen haberse acoplado con mi enfermedad. ¿Cuántas y cuántos existirán como yo? ¿Estarán laburando horas y horas sintiéndose así? Dicen que mi caso es raro y que son tres cada cien mil habitantes. Pero existen 80 variantes de enfermedades autoinmunes que aparecen así como si nada, a veces luego de haber parido, sobre todo mujeres de entre 30 y 40 años. Al que le toca, le toca.

Mientras escucho discursos de medicina alternativa, de que todo es mental, de que no puede ser que no haya cura, de que trabajar en casa y no seguir en la carrera detrás de la zanahoria es malo. ¿Cuánto hay de esos discursos que se creen contra hegemónicos y que en realidad son, justamente, hegemónicos? Pensar en la feminidad como estafa, en ese panóptico que vende y atrae mucho a mujeres vulnerables, son los mismos que te ofrecen el mercado de lo alternativo.

Sin embargo, he elegido para mí -en contra de aquellos hegemónicos y bien adaptados al sistema-, mi propio santuario en casa. Mi cuerpo ya no puede resistir el rendimiento constante, ni la ciudad. Mi revolución es la escritura, es el tiempo, es la crianza y el trabajo que implica remuneración, también en casa. Es la consciencia de mi sexualidad, de mi goce, mi disfrute, mi pasión y mi elección de tenerlas siempre presente, el tiempo que sea necesario, que yo entienda necesario.

No podría nunca ser posible, en esta vida única que nos trajo al mundo, que la excusa sea enfermarnos para poder tener tiempo.

¡Que burradas son todas estas cosas dijera mi abuelo Pedro! ¡Que burradas son todas estas cosas que harán que nuestras células y defensas se vuelvan contra nosotros mismos!

(*) Lucía Sigales Noguera es Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad de la República y miembro del Capítulo Uruguayo de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (RedH).

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