Por Javier Gómez Sánchez (*)
La primera vez que leí una crítica sobre la obra de Daniel Chavarría, esta decía que su novela “Una pica en Flandes” era mejor que “El código Da Vinci”, el bestseller global del momento. Por supuesto, la primera, escrita por un uruguayo que vivía en Cuba, era infinitamente menos conocida que la segunda.
La comparación no se hacía desde una mirada meramente literaria, sino marcadamente política: Aunque el escritor uruguayo vio sus novelas publicadas en diversos países y traducidas a varios idiomas, su nombre nunca fue el de un mimado de los mayores grupos editoriales ni de la gran prensa internacional. Los periódicos españoles no le dedicaban titulares con el morbo explotable de lo que dijera en una entrevista, como tampoco los circuitos comerciales del libro le organizaban extensas giras con escenarios de lujo. Para el mercado de las grandes editoriales en habla hispana era ideológicamente inconveniente.
Aun así, en sus presentaciones en ferias internacionales nunca faltaba la pregunta políticamente provocadora -motivada por su vínculo con Cuba-, que por lo general recibía una respuesta deliciosamente aguda.
Aunque recibió por sus novelas una larga lista de premios, parecía inmune a la vanidad que estos producen. Decía que el principal reconocimiento a su carrera era ser el autor más robado de las bibliotecas cubanas.
El gran sistema editorial prefería mirar para otro lado porque Chavarría nunca les pagó el peaje ideológico que exigían.
Nació en San José de Mayo, Uruguay, en 1933, hijo de una maestra de escuela rural y de un conductor de ómnibus. Creció escuchando las historias de los jornaleros zafrales que trabajaban en la estancia de su abuelo, personajes del viejo mundo del caudillismo rural, que con un mate en la mano contaban historias de la guerra civil entre blancos y colorados, con la veracidad perdida por los años y la exageración, en la que el protagonista lo mismo había luchado solo contra un tigre que cruzado a nado un río con las manos amarradas.

Sin saberlo, estaba asomado al universo de lo fantástico latinoamericano que Alejo Carpentier llamaba “de lo real maravilloso” y Arturo Uslar Pietri acuñó como “realismo mágico”. Tampoco sabía aún que las historias, además de contarlas, se podían escribir, hasta que un amigo de la escuela le prestó un ejemplar manoseado de “Las aventuras de Huckleberry Finn”. Las corrientes y orillas del río Misisipi de Mark Twain se le parecieron a las del río Uruguay.
Acaso los consejos de su compatriota Horacio Quiroga con su “Decálogo del perfecto cuentista” hubiesen sido de gran utilidad, pero la literatura tuvo que esperar unos cuantos años para convertirse en la actividad de su vida.
Nacido en el tiempo del Uruguay del Centenario y de los ecos de ser el país sede y vencedor de la primera Copa Mundial de Fútbol, va creciendo envuelto en el mito del excepcionalismo uruguayo ante el panorama latinoamericano, va descubriendo otros relatos, de dimensiones mayores que los que escuchaba en la chacra familiar.
“Podía por mis propios medios, desechar el mito de la Suiza de América; pero me tragué completo el otro, de que nuestra relativa bonanza montevideana durante los años 40’, lo era de todo el país y se debía a nuestro civismo (…) Otra falacia muy en boga durante mi adolescencia y juventud, atribuía a los uruguayos un antimilitarismo visceral y congénito, que nos habría vacunado contra toda dictadura.”, diría mucho más tarde en uno de sus prólogos. Su choque con una realidad más profunda y su despertar de las ficciones políticas lo fue empujando a la militancia ideológica.
En 1957 entró al Partido Comunista de Uruguay. Años más tarde rememoraría esa etapa: “Yo creía de buena fe que la única vía para llegar a la justicia social y derrotar al poderoso imperialismo yanqui consistía en apoyar la unidad del movimiento obrero mundial, capitaneado por la heroica Unión Soviética y el camarada Stalin. Ese era también el ideario de mis compañeros y nos movía, en primer orden, el amor a la humanidad. De modo que todo el que no siguiera esta línea, como los troskos o anarcos, favorecía la insidia de nuestros enemigos”.
Pero un suceso inesperado lo sacudiría: el triunfo de la Revolución Cubana el 1.º de enero de 1959. Comenzó a buscar vorazmente todo lo que llegaba a Uruguay sobre Cuba y su nueva lucha contra el imperialismo. El Partido lo designó encargado de las actividades de solidaridad con la causa cubana. Leyó a José Martí, los discursos de Fidel, los primeros textos del Che. La propia tarea lo hizo ver que había otras posibilidades fuera de la ortodoxia en la que hasta entonces había creído. Su visión comenzó a ser más latinoamericana y abandonó la línea partidista para intentar unirse a la idea de la lucha armada. Primero en Argentina; de ahí, con algunos contactos, iría a Perú para integrarse a la guerrilla de Hugo Blanco. Pero este cae preso y el movimiento peruano se desarticula.
Comienza un trayecto lleno de peligros, logrando pasar a Bolivia y luego a Brasil. Ahí lo sorprende el golpe de Estado contra el gobierno de João Goulart, que instaura la primera dictadura militar de la Doctrina de Seguridad Nacional estadounidense y más tarde de la Operación Cóndor. En los días siguientes, Chavarría se enteró de que su foto había sido circulada por un periódico en una lista de “elementos subversivos”, con la particularidad de que erróneamente se le mencionaba como cubano. Disfrazado de sacerdote, logró moverse por el nordeste de Brasil y el Amazonas, donde el tránsito y la mezcla de nacionalidades de buscadores de oro, madereros, contrabandistas y comerciantes hacía más difícil que lo identificaran. Logró llegar a Colombia y asentarse ahí como un pacífico residente.
Trabajando en una tienda del aeropuerto de Bogotá, comenzó a colaborar con el movimiento clandestino en apoyo a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que en esos años sufrió duros golpes, incluyendo la muerte de uno de sus principales líderes, el sacerdote guerrillero Camilo Torres Restrepo. Para 1969, Chavarría estaba “quemado” y supo que su captura era inminente. Compró todos los boletos de una avioneta y, una vez a bordo, con una pequeña pistola obligó al piloto a volar a Cuba. Así aterrizó en el socialismo cubano.
Vivió ahí durante el resto de su vida. Luego de varios trabajos, se dedicó a hacer traducciones, y más tarde logró entrar como profesor en la Universidad de La Habana. Es en esos años que Chavarría se encuentra con un mundo nuevo para él, pero abundante en la Cuba de los 70’: la novela de espionaje.
La Revolución no solo había alfabetizado a la población, sino que había creado un sistema de editoriales que publicaban cientos de títulos, imprimiendo millones de ejemplares cada año. Los libros se vendían por centavos y estaban al alcance de todos. Con una diversidad de literatura a su disposición como nunca antes, dentro de esta, Chavarría entra en contacto con las novelas soviéticas y del resto del campo socialista europeo —que apenas llegaba a las librerías latinoamericanas—, pero al mismo tiempo, con la narrativa producida en Cuba inspirada en la lucha clandestina, las operaciones de la CIA, el sabotaje, con personajes de agentes secretos, infiltrados, alzados y guardacostas, con tramas cuyo escenario podía ser lo mismo un laboratorio en Langley o una reunión mafiosa en un restaurante de Miami, que un desembarco clandestino en una playa remota del Caribe.
Las historias tenían un trasfondo real que superaba la ficción y una dimensión que al uruguayo se le había ensanchado de golpe, en la medida en que las nuevas fronteras de la lucha revolucionaria iban desde las selvas de Nicaragua hasta los desiertos de África.
Pero, sobre todo, era un tipo de novela cercana, escrita por gente que caminaba por las mismas calles, tomaba los mismos buses —guaguas, como se les llama en Cuba— y vivía bajo el mismo calor habanero. Para Chavarría, desde la estabilidad de su vida como profesor universitario, escribir, más que una posibilidad, comenzó a sentirse como una necesidad. Consiguió una máquina y comenzó.
Inspirado por las noticias que aparecían en la prensa cubana sobre sabotajes a la agricultura por virus esparcidos en la isla por la CIA y el trabajo de contrainteligencia para impedirlo, escribió su primera novela, “Joy” (1978). El libro tuvo un éxito inmediato.
Le siguió “Completo Camagüey” (1983), a cuatro manos con el escritor cubano Justo Vasco. La novela toma como título una frase popular cubana. Según se cuenta, en 1966 se realizó el cierre de los bares privados que funcionaban en la isla y se iniciaron investigaciones por contrabando y otros delitos a sus propietarios, lo que implicaba embargar sus bienes, incluyendo los automóviles. El operativo policial se completó en una sola noche y los vehículos fueron estacionados en la Avenida Camagüey, en la capital. La longitud de la fila de autos provocó la frase, que sigue siendo de uso coloquial hoy, aunque se ignore su origen y se utilice para decir que un trabajo está terminado completamente. La posibilidad de que un espía enviado desde Estados Unidos, haciéndose pasar por cubano, pudiera ser descubierto por no conocer la frase inspiró la trama.
Le seguiría “La sexta isla” (1984), que combina la historia de un alto directivo de la multinacional estadounidense ITT empeñado en conservar un secreto sensible para la compañía, un exjesuita uruguayo escritor de guiones radiofónicos de éxito que lo abandona todo para irse en la marina mercante, y un comerciante holandés del siglo XVII que se convierte en pirata. Chavarría comienza a demostrar sus capacidades como escritor, con una trama simultánea se mueve entre los siglos XVII y XX, alternando lenguajes según los personajes, incluyendo el castellano antiguo.
Para finales de los 80’, sus novelas podían encontrarse en los estantes de muchas casas cubanas. Eran parte de una forma de lectura popular, en la que los títulos eran más conocidos que el nombre de su autor.
Con “El ojo de Cibeles” (1993), publicada inicialmente con el título “El ojo Dyndimenio”, se invierte la ecuación y el nombre de Daniel Chavarría comienza a ser un referente. Ambientada en la antigua Grecia, narra la búsqueda de una gema robada de un templo de Atenea por una secta de adoradores de la diosa Cibeles. En la trama aparecen personajes reales como Sócrates, Pericles y Aspasia de Mileto. Es también la novela que le abre el camino a una mayor proyección en el extranjero.
La crisis económica en la Cuba de los 90’, tras la desintegración de la URSS, hacía imposible las tiradas masivas de la década anterior.
Compartiendo con los cubanos las penurias de la crisis, en medio de apagones y por la casi inexistencia del transporte público, el uruguayo se movía en bicicleta por la ciudad. Sin embargo, para él fueron años de una enorme productividad. De esta época salieron un éxito tras otro: “Allá ellos” (1991), “Adiós muchachos” (1994), seguidas de “El rojo en la pluma del loro” (2001), “Viudas de sangre” (2004), “Una pica en Flandes” (2004), “Príapos” (2005). Había gente que iba a la Feria del Libro de La Habana solo para comprar sus nuevas novelas; los lectores las perseguían por las librerías para luego convertirse en un fetiche social, pasando de mano en mano entre amistades, parejas o compañeros de trabajo, y eran una buena mercancía para los vendedores de libros usados.
Tuvo dos exitosas experiencias como guionista. Una con la serie de televisión “La frontera del deber” (1984), rodada en Nicaragua en la época sandinista, que cuenta la historia de un especialista en operaciones especiales cubano que debe infiltrarse en una base militar en medio de la selva de Honduras. Luego de su estreno se publicó como libro de fotonovela, un popular formato que utilizaba los fotogramas como una historieta incorporando los diálogos. La tirada se agotó rápidamente y hoy sus ejemplares son piezas de coleccionista.
El autor de estas líneas conoció personalmente a quien fuera el director de la serie, Jesús “Chucho” Cabrera, responsable de gran parte de las más populares series policíacas y de espionaje de la televisión cubana de los 70’ y 80’, quien recordaba al guionista uruguayo como alguien de una gran espiritualidad, que durante la estancia del equipo en Nicaragua cada tarde se bañaba bajo el torrente de agua de lluvia que caía de los techos.
Rafael “Felo” Ruiz, quien fuera camarógrafo en la serie y más tarde director de otras del mismo género, contaba que la imaginación de Chavarría lo hacía incluir secuencias que resultaban imposibles de producir. Como una en la que el protagonista escapa penosamente por la selva luego de ser herido, pero el rastro de sangre que va dejando atrae el olfato de un jaguar, que comienza a seguirlo y finalmente lo ataca. El hombre lucha contra el animal y con un puñal logra matarlo. “Este uruguayo está loco… ¿De dónde saco yo un jaguar?”, decía el director. Las escenas no llegaron a rodarse y muchos años después todavía el episodio se usaba para referirse a la fantasía de los guionistas.
El filme “Plaff o demasiado miedo a la vida” (1988) fue distinto: Una comedia de absurdos en la que una pareja cubana, formada por una joven científica y un jugador de béisbol, vive la cotidianidad junto a su familia en un barrio de La Habana. Esta vez, lejos de aventuras selváticas, el uruguayo dio rienda suelta no solo al humor, sino que reflejó sus propias experiencias con el burocratismo cubano. Emitida numerosas veces por la televisión nacional, la película es un clásico del cine cubano de los 80’, apreciada por su mirada crítica y satírica del proceso de organizar una sociedad socialista.
Su vida creativa en Cuba no estuvo exenta de choques con la censura, que decía estaba dispuesto a enfrentar, pero exigiendo tener censores inteligentes, una pretensión quizás contradictoria. En una presentación en la Feria Internacional del Libro de La Habana, ya en los 2000, dijo que llegó a pensar en irse del país para poder escribir y publicar más libremente, aunque aclaraba: “siempre a favor de la Revolución Cubana”.
En ese panel, junto a otros escritores, se puso a prueba su ética y coherencia militante, cuando entró en controversia con otro autor, también muy reconocido de la narrativa cubana, quien se ensañaba con algunos lugares comunes al referirse a la historia del proceso de la Revolución, como la represión a la homosexualidad y la censura a los intelectuales. Chavarría no los negaba, pero señalaba -sin faltarle razón- que estaban distorsionados por una construcción mediática que exageraba la dimensión con que ocurrieron para explotarlos políticamente. El escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II, también presente en la mesa, logró mediar en la discusión.
El tiempo pone las cosas en su lugar, y el interlocutor —de un talento más que reconocido, pero entregado a los brazos del mercado al que Chavarría siempre se resistió—, en los años siguientes aportaría a esa misma explotación hasta la náusea, con un discurso repetitivo sobre la decadencia de la Revolución Cubana que resulta decadente en sí mismo, para complacer a las editoriales españolas y ser un entrevistado ideal para medios como El País, El Mundo y ABC. Un juego para el cual el uruguayo nunca se prestó, aunque le costara renunciar a sus tentadoras posibilidades económicas.
Sus raíces uruguayas asoman a lo largo de su obra en personajes, escenarios y tramas, aunque a Uruguay no regresó hasta 1987. Lo haría varias veces más, pero en esa primera ocasión, todavía en el ambiente del fin de la dictadura, conoció personalmente a Raúl Sendic, líder del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.
Cautivado por la historia del luchador clandestino y prisionero político, considerando que “era una injusticia que fuera desconocido fuera de Uruguay”, comenzó a escribir su biografía. Fue publicada en 2017 en Cuba y al año siguiente en su país. Lo hizo en forma novelada “por llegar más rápido y con menos trabajo al corazón que la verdad científica”, y le puso como título “Soy el Rufo y no me rindo”, palabras que se cuenta dijo Sendic al ser capturado en 1972. La veracidad de la frase es objeto de una polémica que el escritor decidió saltarse, fiel al principio de que la leyenda tiene más valor literario que la exactitud histórica. En definitiva, haya sido dicha o no en su momento, la frase y su peso simbólico existen como un hecho en sí mismos.
En 2009, el escritor publicó sus propias memorias, tituladas “Y el mundo sigue andando”, de una lectura tan fascinante como sus novelas.
Ya octogenario, diría en una entrevista: “Soy un privilegiado por ser un escritor. Fui un hombre imprudente, excesivo, sensual. Cometí excesos de todo tipo en mi juventud, viví con bastante intensidad, y con bastante imprudencia. Ya no puedo hacer eso, me lo impide la falta de energía y la vejez. Pero me desquito atribuyendo a mis personajes las aventuras que ya no puedo correr”.
Murió en La Habana, en 2018, a los 84 años.
A veces, quizás a modo de sutil castigo o para marcar una distancia ideológica, cuando se habla de su obra se le intenta presentar como un secuestrador devenido en escritor, dando relevancia a la manera en que llegó a Cuba; o un aventurero, lo que acaso incluye su militancia comunista; un fabulador de su propia vida —amén de lo ridículo de remarcar la condición, tratándose de un escritor—, lo que en el fondo parecieran amagos por disipar la resonancia de las ideas que siempre defendió.
Pudo haber sido un renegado, en una época de muchos, y haberse montado en la ola de la caída del marxismo soviético, en el corillo vargasllosiano del derechismo latinoamericano, en la disidencia oportunista a la Revolución Cubana. Hubiese bastado un giro de su obra hacia los caminos de la literatura de la frustración política, o haberse dedicado a hablar del “estalinismo tropical” y le hubiera ido muy bien. Pero nunca estuvo dispuesto a pasar por una puerta que significara abandonar sus ideas, traicionar sus convicciones y olvidar su militancia revolucionaria. Era Daniel Chavarría y no se rendía.
(*) Javier Gómez Sánchez (La Habana, 1983) es Periodista, profesor e investigador. Máster en Ciencias Políticas en Estudios sobre Estados Unidos y Geopolítica Hemisférica por la Universidad de La Habana. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de las Artes de Cuba. Ha escrito numerosos artículos sobre comunicación política, guerra mediática y cultural, redes sociales e internet. Es autor de los libros Las Flautas de Hamelin. Una batalla en internet por la mente de los cubanos (2020), La Dictadura del Algoritmo. Guerra mediática y redes sociales en Cuba (2021), Los que curan y los que envenenan. Páginas de una pandemia mediática (2023). Realizó los documentales La Dictadura del Algoritmo (2020) y El insomnio del Hombre Nuevo (2024). Profesor de Comunicación Transmedia y Documental en la Universidad de las Artes de Cuba.