Por Alfredo Rada (*)
En la madrugada del 28 de octubre, en la favela “Complexo de Alemao” y en el vecino “Complexo de Penha”, en la ciudad de Río de Janeiro, comenzaba el más sangriento operativo policial en los anales de la historia criminal de Brasil. Las autoridades la presentaron como una gran acción dirigida contra el “Comando Vermelho”, una de las más grandes organizaciones dedicada al narcotráfico, sicariato, extorsión, lavado de dinero, robo y secuestro de ese país, que se fundó en 1979 en la prisión de Ilha Grande. Sin embargo, lo que llama la atención es que, vista la gran peligrosidad y capacidad de fuego del grupo criminal, casi la totalidad de los 132 muertos fueron civiles, reportándose que perdieron la vida 4 uniformados.

Los familiares de los muertos, heridos y detenidos, así como los vecinos de las dos favelas, de inmediato hicieron conocer a los medios de comunicación sus denuncias de abusos, torturas y ejecuciones sumarias. Pero se fue imponiendo la versión oficial de los hechos, que afirmaba que todo se hizo en los marcos de la legalidad, procediéndose a cumplir cerca de un centenar de mandamientos de aprehensión, difundiéndose además supuestos prontuarios criminales atribuidos a quienes perdieron la vida.
Sin embargo, cada vez con mayor intensidad en las redes sociales se difundían imágenes grabadas desde celulares, que captaron la brutalidad policial y los perfiles de masacre que tomó el operativo que el gobernador de Río de Janeiro, Cláudio Bomfin de Castro, respaldó plenamente ante opinión pública. Fue notorio el intento de este gobernador por mostrarse como “el hombre del orden” que, según sus palabras, “logró propinar un golpe certero y duradero a los criminales, para que sepan que no podrán adueñarse de nuestra ciudad”.
La ultraderecha brasileña, tan necesitada de alguna bandera para disputarle al gobierno de Lula da Silva el respaldo ciudadano, agarró inmediatamente el emblema de la seguridad pública. Con el respaldo de numerosos medios de comunicación, el bolsonarismo intenta cambiar el eje de los debates públicos, alejándolo del desempeño de la economía y de la defensa de la soberanía nacional frente a los aranceles y chantajes de Donald Trump, para situarlo en lo que denominan “la guerra contra las drogas y la delincuencia”.
Y en este afán, el bolsonarismo cuenta con una campana de resonancia regional en gobiernos ultraconservadores como el de Javier Milei de Argentina, o el de Santiago Peña de Paraguay. Ambos, a tiempo de declarar, casi en forma sincronizada, que “lo ocurrido en Río de Janeiro es también un aviso para otros países, respecto a la amenaza criminal sobre nuestras sociedades”, procedieron a endurecer los controles fronterizos con Brasil, en previsión de fugas de delincuentes de ese país.
La retórica de la “guerra interna contra el crimen” trata de volverse hegemónica en América Latina, desde las prácticas de gobiernos como el del salvadoreño Nayib Bukele, o el ecuatoriano Daniel Noboa. Bajo tal retórica, en El Salvador se instauró un régimen autoritario con cada vez menos resquicios verdaderamente democráticos, y en Ecuador los “Estados de Excepción”, en los que se suspenden las garantías constitucionales, se han convertido en la nueva normalidad que tampoco está resolviendo los problemas de inseguridad. La narrativa de las ultraderechas pasa por alto casos como el de México, durante el gobierno neoliberal de Felipe Calderón (2006 – 2012), que declaró el 10 de diciembre de 2006 la “ofensiva total militar y policial en todo el país para combatir al narcotráfico”; sólo para que años después, el balance mostrara que tal política aumentó la violencia, los homicidios y la inestabilidad social en varias regiones del país, sin lograr resolver el problema.
Por eso es tan importante abrir una investigación sobre la masacre de Río de Janeiro. Y esa vía judicial se está abriendo con la decisión del juez supremo Alexandre de Moraes, del Tribunal Supremo Federal (TSF) de Brasil, que ordenó la “preservación íntegra y rigurosa de las pruebas materiales y de otro tipo, relacionadas con la ‘Operación Contención’ efectuada por la policía en Río de Janeiro”. Esta decisión judicial se dio como respuesta a una solicitud presentada por la “Defensoría Pública Federal” (DPF), para tener acceso irrestricto a los informes periciales y a las cadenas de custodia de evidencias, ya que, en contra de la ley, no se permitió a la DPF estar presente en los estudios forenses (autopsias) realizadas a las personas fallecidas.
Bajo el precepto de que incluso los sospechosos de cometer crímenes tienen derechos, y que no puede normalizarse la cultura de la muerte que pretende justificar el “gatillo fácil”, las organizaciones defensoras de los derechos humanos apoyaron la decisión del mencionado magistrado. Indicaron que está en juego el futuro de la democracia en Brasil.
(Contrapunto, por gentileza del autor)
(*) Alfredo Rada, economista, asesor sindical, investigador, comunicador y docente boliviano con estudios en sociología. Fue viceministro y ministro. Es autor de varios libros y publicaciones.
Foto TeleSur