La Moda Capibara o cómo el capitalismo encontró su animal favorito

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Por Javier Gómez Sánchez (*)

 

 Amanece en una fábrica de juguetes en Guangdong, China. Encendidas por los operarios, las líneas de producción se ponen a funcionar, frente a las que se han sentado unas cien mujeres. Por sus manos comienza a pasar pieza tras pieza. Se trata de peluches, que ya vienen a medio elaborar. Las trabajadoras los toman de la estera y los ponen en las máquinas de bordar, que les dan forma a los ojos, la nariz y la boca, con una expresión de sonrisa. No necesitan tener habilidades de costura; un software programado con el diseño hace las formas siempre idénticas. Los peluches terminados son puestos en una segunda estera, para que otra máquina les cosa las etiquetas. Finalmente van a la línea de empaquetado, tras pasar por el control de calidad, una función que todavía se hace a vista humana, aunque no por mucho tiempo, pues ya en varias fábricas escáneres computarizados hacen también esa función.

La producción es almacenada en contenedores, que parten en camiones hacia el cercano puerto de Shantou, donde son embarcados, junto a muchos otros productos, y distribuidos hacia todo el mundo. Se trata de pedidos de empresas occidentales que terminarán en lugares tan distintos como Reino Unido, Canadá, Emiratos Árabes, México o Ecuador.

La planta usualmente fabrica todo tipo de juguetes de peluche, pero desde hace meses casi toda su producción se ha centrado en uno solo: un animal sudamericano que se ha convertido en una moda global. Aunque ni los obreros que trabajan en la fábrica, los ejecutivos que realizan los pedidos, incluso los diseñadores de los juguetes, y mucho menos los compradores finales que lo llevarán como parte de sus regalos de Navidad o de cumpleaños, han conocido en sus vidas un capibara que no sea en forma de muñeco de peluche.

El capibara, llamado así en Brasil, pero también conocido como carpincho en Uruguay y Argentina, chigüire en Venezuela y Colombia, ronsoco en Perú y poncho en Panamá, se trata del roedor viviente de mayor tamaño del mundo y es nativo de Sudamérica. Su nombre brasileño, capibara, viene del guaraní y significa “comedor de hierba”. Habita a la orilla de ríos y humedales en la selva tupida, siendo sus depredadores naturales los jaguares y caimanes.

Mucho antes de convertirse en un animal de moda, fue personaje en la literatura selvática, de la pluma del uruguayo Horacio Quiroga en su relato El paso del Yabebirí, recogido en Cuentos de la Selva, en el cual un capibara, junto a otros animales, salva al humano protagonista de ser devorado por los tigres.

Antes de que la industria del entretenimiento y el consumismo se fijara en ellos, los capibaras ya eran un animal popular en Brasil, especialmente en la ciudad de Curitiba, donde son parte del paisaje de sus parques. A pesar de su tamaño y enormes dientes, se trata de un animal inofensivo para el ser humano, al punto de que puede ser tocado con facilidad.

En diversas ciudades, los habitantes que hacen picnic o visitan restaurantes en áreas verdes comenzaron a tener contacto con las poblaciones de capibaras asentadas en ellas. La presencia de los animales comenzó a ser utilizada como un recurso para atraer clientes. Esto motivó la aparición de los llamados “capybara coffee shops” o “cafeterías capibara”; se trata de locales donde los comensales interactúan con capibaras criados en cautiverio y que se han acostumbrado a moverse entre las mesas, e incluso a subirse a las sillas, haciendo las delicias de los clientes, a pesar de que los especialistas advierten que el contacto con estos animales puede transmitir enfermedades. Aun así, este tipo de establecimientos fueron ganando popularidad y los capybara coffee se extendieron, convirtiéndose en una moda exótica para turistas con Instagram.

La moda de los capibaras no puede ser explicada sin la viralidad de las redes sociales, donde se suben y comparten miles de videos en reels de Facebook, YouTube, TikTok e Instagram, con capibaras como protagonistas.

En Estados Unidos, un local con capibaras en la ciudad de St. Petersburg, en Florida, recibe más de un centenar de visitantes cada día, cobrando 50 dólares por media hora de estancia y 100 dólares por una completa. Ha sido la fórmula para generar ingresos para el santuario de animales salvajes al que pertenece el negocio, uno de los tantos centros estadounidenses que intenta dar solución a la gran cantidad de especies salvajes que son objeto de importación, venta y compra ilegal para ser usados como mascotas y luego son abandonados, un problema persistente en ese país. Recientemente la propietaria anunció que, dado el éxito que ha tenido, abrirá una cadena de locales similares.

Los cafés con capibaras se multiplicaron en ciudades asiáticas como Tokio, Seúl y Bangkok, donde ya eran populares las cafeterías con gatos. En la capital japonesa tienen tanta demanda que visitar uno puede necesitar una reserva con una antelación de hasta dos semanas.

En países donde no se permite la tenencia y cría de estos animales, varios restaurantes apelan a la identidad “temática” de los capibaras para atraer al público infantil, mientras los zoológicos que tienen algunos ejemplares ven aumentar las visitas solo para verlos.

Pero no es en su forma natural que el capibara constituye un negocio lucrativo, sino convertido en producto estrella del merchandising. Es imposible caminar por tiendas y mercados sin que exista una oferta comercial de las más variadas aplicaciones de su figura, superando a unicornios y sirenas. Resulta que el capibara ofrece una posibilidad especial para el mercado, ya que no pertenece a un animado o película, como los personajes de Disney o Harry Potter, sujetos a copyright y licencia comercial para producirlos; tampoco su imagen es propiedad exclusiva de una compañía como es el caso de Hello Kitty. La lógica de la expansión del capibara como mercancía es la de funcionar como una marca sin realmente serlo.

Pero mientras tanto, esta dinámica económica que mueve millones, desde puestos callejeros y ventas en semáforos, hasta sofisticados locales en centros comerciales donde todos los artículos llevan la figura de un capibara, está muy lejos de ser favorable para el animal que la protagoniza.

La interacción entre humanos y capibaras, que parece tan simpática, no se da por deseo de este, ni porque lo busque, sino debido a que las urbanizaciones y proyectos inmobiliarios con parques y lagunas han invadido su existencia natural. La expansión de las ciudades va barriendo con las zonas en las que viven, mientras la deforestación para la extracción de madera y la agricultura ha ido eliminando miles de kilómetros cuadrados de su hábitat natural. Enormes extensiones de selva han sido convertidas en cultivos de soya, o en “desiertos verdes” con plantaciones extensivas de árboles de eucalipto –monocultivos sin biodiversidad ni ecosistema alguno– destinadas a las plantas papeleras.

La misma industria que produce, consume y desecha todo tipo de artículos en forma de capibara como una moda, exige enormes cantidades de textiles, plásticos y colorantes químicos. La desaforada movilidad de una diversidad infinita de productos implica cada vez mayor tráfico terrestre y marítimo con un alto consumo de combustibles y emisiones a la atmósfera.

Los capibaras podrán estar en tiendas, parques, zoológicos y cafeterías; su imagen podrá ser reproducida millones de veces en las pantallas de nuestros teléfonos celulares, pero la destrucción de su hábitat los hará desaparecer del estado natural en el cual el ser humano originario los conoció.

La comprensión de la forma de existencia más abundante del capibara en nuestros días, la de la mercancía, está lejos de la ciencia practicada por Charles Darwin, y mucho más cerca de las leyes estudiadas por su contemporáneo Karl Marx.

 

(*) Javier Gómez Sánchez (La Habana, 1983) Periodista, profesor e investigador. Máster en Ciencias Políticas en Estudios sobre Estados Unidos y Geopolítica Hemisférica por la Universidad de La Habana. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de las Artes de Cuba. Ha escrito numerosos artículos sobre comunicación política, guerra mediática y cultural, redes sociales e internet.  Es autor de los libros Las Flautas de Hamelin. Una batalla en internet por la mente de los cubanos (2020), La Dictadura del Algoritmo. Guerra mediática y redes sociales en Cuba (2021), Los que curan y los que envenenan. Páginas de una pandemia mediática (2023). Realizó los documentales La Dictadura del Algoritmo (2020) y El insomnio del Hombre Nuevo (2024). Profesor de Comunicación Transmedia y Documental en la Universidad de las Artes de Cuba.

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