El fracaso del poder blando. Estados Unidos y el regreso a la fuerza total

0

Por Javier Gómez Sánchez (*)

Marina Cultelli, acrílico (**)

El despegue de bombarderos estratégicos de la Fuerza Aérea estadounidense en la noche del sábado 21 de junio de 2025, para destruir instalaciones nucleares iraníes, no solo puede verse como el colofón de la llamada Operación Midnight Hammer, desarrollada contra Irán en conjunto con Israel, sino que la fecha puede asumirse como el fin de la era del poder blando como doctrina directriz en la política exterior de los Estados Unidos.

Con esta, pareciera cerrarse también la época de oro estadounidense de la concepción de la guerra no convencional como el instrumento militar más eficaz para el logro de sus objetivos geopolíticos.

Aunque la operación fue presentada como un éxito, en realidad se trató de la conclusión histórica del fracaso de la estrategia implementada durante años por Estados Unidos para intentar derrocar al gobierno iraní.

La clave para comprenderlo no debe buscarse en el vuelo de los bombarderos esa noche, sino en los días del ya lejano 2009, cuando se produjo la movilización de miles de iraníes en la llamada Revolución Verde o Despertar Persa, en contra de la reelección de Mahmud Ahmadineyad, como parte de las sucesivas “revoluciones de colores” promovidas por los servicios especiales estadounidenses. Para impulsarlas, se usaron ONG para organizar el activismo opositor y se canalizaron cifras millonarias para su financiamiento a través de fundaciones. Se fabricaron influencers y se crearon cientos de perfiles en redes sociales digitales. Sin embargo, ni esas revueltas masivas ni otros intentos posteriores lograron el objetivo de derribar al gobierno iraní y abrir el camino para instalar uno más manejable desde la Casa Blanca.

En general, la llamada Primavera Árabe no resultó en una ganancia clara para el poder estadounidense en el Medio Oriente. Convulsionó sociedades, hizo caer gobiernos y desestabilizó países, pero ninguno de ellos es hoy un aliado seguro de Washington ni un espacio estable para sus intereses.

En el escenario del Este europeo, las grandes manifestaciones de la Plaza Maidán en la Ucrania de 2014, herederas de la Revolución Naranja algunos años antes, lograron la caída del gobierno de Víktor Yanukóvich y el ascenso de figuras afines a Estados Unidos y a la Unión Europea. Pero, lejos de consolidar sus objetivos geopolíticos, llevaron a un conflicto bélico en el Dombás, la anexión de la península de Crimea por Rusia y la guerra iniciada en 2022 que, tras entregas millonarias de armamento perdido en el campo de batalla, apunta a cualquier cosa menos a una victoria occidental.

Los intentos de organizar en Belarús una revolución de nombre pintoresco contra Aleksandr Lukashenko terminaron en fracaso, y este sigue en su puesto como principal aliado europeo de Vladímir Putin, mientras que las pretensiones de siquiera intentar algo similar en Rusia ni remotamente se han logrado. Tras años de implementación, el diseño de “revoluciones de colores y flores” solo tuvo éxito en pequeños países periféricos como Georgia y Armenia, con escaso peso en el mapa geopolítico. Quizás la pieza más valiosa lograda por esa fórmula haya sido en su momento la de Serbia para derribar a Slobodan Milošević, pero a largo plazo nunca se consiguió una adhesión completa de ese país a los intereses occidentales.

En África, Estados Unidos apostó durante décadas por la penetración a través de programas de asistencia internacional implementados por la USAID. Becas, proyectos comunitarios, iniciativas sanitarias y culturales buscaban asegurar simpatías e influencia estratégica. Pero los métodos paliativos de asistencia en los escenarios poscoloniales, al estilo de las agencias de cooperación, no son suficientes para lograr y mantener la hegemonía. No han podido impedir el avance de China en la región, que ha ofrecido créditos para la construcción de carreteras, ferrocarriles, telecomunicaciones, puertos y centrales eléctricas. Hoy los bancos y empresas chinas son acreedores de gran parte de la deuda externa de los países africanos y los principales inversores en su infraestructura de desarrollo. Al mismo tiempo, los gobiernos surgidos de recientes movimientos militares en Malí, Burkina Faso y Níger, con un fuerte sentimiento anticolonial, se acercan de manera inédita a Rusia.

En América Latina, los principales objetivos para los que se ha implementado la guerra no convencional tampoco han sido alcanzados. Tras 25 años de operaciones encubiertas de todo tipo, que incluyen intentos de golpes de Estado, atentados, sabotajes, guarimbas, guerra mediática, presión económica, fabricación de líderes y organización de la oposición, el gobierno bolivariano sigue dirigiendo Venezuela.

Las protestas violentas impulsadas en 2018 en Nicaragua no lograron la caída de Daniel Ortega.

Cuba quizá sea el ejemplo más ilustrativo de la falta de resultados de la guerra no convencional. Tras más de seis décadas de operaciones secretas, bloqueo económico y financiamiento a la subversión, y más recientemente a la ciberdisidencia, tampoco se vislumbra el logro de sus objetivos.

Luego de las guerras convencionales como principal política de la “lucha contra el terrorismo” impulsada por George W. Bush, el uso del soft power o smart power fue el instrumento utilizado por Barack Obama para restaurar la imagen de los Estados Unidos en el mundo y salir del pantano al que lo habían llevado las invasiones a Afganistán e Irak.

El concepto de soft power fue planteado en 1990 por Joseph Nye, profesor de la Universidad de Harvard, en su libro Bound to Lead: The Changing Nature of American Power, desarrollándolo más tarde en Soft Power: The Means to Success in World Politics, publicado en 2004. Nótese que el primero aparece poco antes de la Guerra del Golfo en 1991 y el segundo al calor de las invasiones a Afganistán en 2001 e Irak en 2003. El tiempo intermedio es también el período de trabajo estadounidense en los países de Europa del Este para consolidar logros en el escenario postsoviético. Era el momento de victoria de la guerra cultural y del pensamiento posmoderno.

La conceptualización de Nye reforzaba una corriente que se basaba en la necesidad de encontrar una política exterior que alcanzara objetivos y mantuviera una primacía global, pero no implicara el uso de la fuerza militar convencional. Rescataba aspectos de la política exterior de Kennedy, con la asistencia internacional como principal instrumento, apoyándose en la difusión global de la cultura estadounidense, sus valores democráticos y la práctica diplomática. Nye lo planteaba como “la capacidad de influir en los demás mediante la atracción en lugar de la coerción, con consecuencias lentas e indirectas”. La nueva estrategia se combinaría con sofisticadas operaciones de guerra no convencional para penetrar y desestabilizar sociedades, capaces de comprender y utilizar como armas las ideas de Hannah Arendt sobre el totalitarismo, la “sociedad abierta” de Karl Popper y George Soros, junto al manual de lucha no violenta de Gene Sharp.

El smart power fue adoptado como política exterior de los Estados Unidos. En mayo de 2014, Obama dijo en su discurso a los graduados de West Point:

“Debemos ampliar nuestras herramientas para incluir la diplomacia y el desarrollo; las sanciones y el aislamiento; los recursos al derecho internacional; y, si es justo, necesario y eficaz, la acción militar multilateral. (…) Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tuvo la sabiduría de forjar instituciones para mantener la paz y apoyar el progreso humano, desde la OTAN y las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial y el FMI. Estas instituciones no son perfectas, pero han sido un factor multiplicador de fuerza. Reducen la necesidad de acciones unilaterales estadounidenses y aumentan la moderación entre otras naciones. (…) Ahora bien, hay mucha gente, muchos escépticos, que a menudo minimizan la eficacia de la acción multilateral. Para ellos, trabajar a través de instituciones internacionales como la ONU o respetar el derecho internacional es una señal de debilidad. Creo que se equivocan”.

Once años después, el discurso que escucharon los miembros de la graduación de 2025 fue completamente distinto. Donald Trump les dijo desde la tribuna:

“Durante al menos dos décadas, los líderes políticos de ambos partidos han arrastrado a nuestras fuerzas armadas a misiones para las que nunca fueron concebidas. (…) Enviaron a nuestros guerreros a cruzadas de construcción de naciones en países que no querían tener nada que ver con nosotros, liderados por dirigentes que no tenían ni idea en tierras lejanas, mientras abusaban de nuestros soldados con absurdos experimentos ideológicos. (…) El trabajo de las Fuerzas Armadas de EE. UU. no es organizar espectáculos de drag, transformar culturas extranjeras ni esparcir la democracia a todos alrededor del mundo a punta de pistola. El trabajo de los militares es dominar a cualquier enemigo y aniquilar cualquier amenaza para Estados Unidos, en cualquier lugar, en cualquier momento. Una gran parte de ese trabajo es volver a ser respetados. (…) Durante años, hemos sido estafados por todas las naciones del mundo en materia comercial. Hemos sido estafados a nivel de la OTAN. Nos han estafado como a ningún otro país lo ha sido. Pero ya no nos estafan más. No van a estafarnos más”.

Como parte del abandono del smart power, el gobierno de Trump eliminó la USAID, el principal instrumento de influencia política a través de programas de asistencia internacional. Igualmente se retiró de la Organización Mundial de la Salud, de los Acuerdos Climáticos de París —ambas decisiones ya habían sido implementadas en su primer mandato, pero revocadas luego por Biden—, del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, de la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA) —la cual ya estaba bajo presión proisraelí por el gobierno demócrata desde 2024— y de la UNESCO.

La OTAN, con la actitud áspera y reacia de su principal miembro, atraviesa lo que los expertos consideran una “crisis del atlantismo”.

La competencia militar internacional se ha desplazado al terreno de nuevas tecnologías, en el cual gran parte de los componentes del soft power dejan de ser de utilidad. Los drones —aéreos, terrestres y navales—no son ya un recurso marginal, sino parte de las doctrinas de combate. La inteligencia artificial se introduce como parte de la automatización de los sistemas de armas, mientras que las redes 6G amplían las posibilidades de guiado para misiles hipersónicos, todos campos tecnológicos en los que Estados Unidos ve acercarse o ya ha sido sobrepasado por China y Rusia.

En la última década se ha retornado a la coerción naval, con una carrera armamentística global que ha vuelto a incluir barcos y submarinos en una competencia que pareciera más propia de hace un siglo.

El lenguaje agresivo contra México, la guerra de aranceles hacia varios países, la presión directa sobre el gobierno de Panamá para que no renueve sus contratos con empresas chinas en la zona del canal, el viaje de Marco Rubio a Jamaica, Surinam y Guyana para promover la Caribbean Basin Security Initiative, la realización de ejercicios militares con este último país en el contexto de la disputa con Venezuela por el territorio del Esequibo, el despliegue de la fuerza naval contra el gobierno venezolano —que incluye destructores y barcos para operaciones anfibias, junto a la concentración de aviones de combate en Puerto Rico—, muestran un cambio en la proyección de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe que dista mucho de las antiguas pretensiones del soft power.

Esto no significa que la aplicación de los manuales de guerra no convencional vaya a desaparecer, ni que estos dejen de ser estudiados en las academias militares estadounidenses, pero sí es una muestra del agotamiento de la paciencia para seguir aplicando fórmulas de complejo diseño intelectual y esperando resultados “lentos e indirectos” para imponer sus intereses.

Una de las conferencias de prensa emitidas desde la Casa Blanca sobre el despliegue de la fuerza naval contra Venezuela fue realizada en la Oficina Oval, donde, en la pared tras el presidente Trump y su vicepresidente James Vance, había sido ubicado un enorme cuadro a tamaño natural de Ronald Reagan. El mensaje para el mundo es claro y pudiera resumirse en la frase sacada de Star Wars, que el paradigmático presidente republicano usara durante su anuncio de un escudo antimisiles frente a la URSS: “La fuerza está con nosotros”.

 

(*) Javier Gómez Sánchez (La Habana, 1983) Periodista, profesor e investigador. Máster en Ciencias Políticas en Estudios sobre Estados Unidos y Geopolítica Hemisférica por la Universidad de La Habana. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de las Artes de Cuba. Ha escrito numerosos artículos sobre comunicación política, guerra mediática y cultural, redes sociales e internet.  Es autor de los libros Las Flautas de Hamelin. Una batalla en internet por la mente de los cubanos (2020), La Dictadura del Algoritmo. Guerra mediática y redes sociales en Cuba (2021), Los que curan y los que envenenan. Páginas de una pandemia mediática (2023). Realizó los documentales La Dictadura del Algoritmo (2020) y El insomnio del Hombre Nuevo (2024). Profesor de Comunicación Transmedia y Documental en la Universidad de las Artes de Cuba.

(**) Marina Cultelli: Es una de las artistas uruguayas contemporáneas más versátiles, integrante de la RedH y de su colectivo feminista Libertadoras. Es Licenciada en Artes Escénicas, Magister y fue Profesora en Facultad de Artes (UDELAR), donde integró órganos directivos además de dictar cursos en otras universidades latinoamericanas. Recibió premios nacionales e internacionales. Fue Asesora en Educación y Arte. Desarrolló trayectoria teatral y es autora de varias publicaciones individuales y colectivas. Realizó exposiciones de pintura y performances.

 

Comments are closed.