Por José Ernesto Nováez Guerrero (*)
Eso no está muerto/
No me lo mataron/
Ni con la distancia/
Ni con el vil soldado…
Silvio Rodríguez
Por Morandé 80 solía entrar Salvador Allende cada vez que iba a La Moneda. Una pequeña puerta en una pequeña calle lateral. Una entrada discreta en comparación con las dos fachadas del Palacio.
Luego del golpe de estado el 11 de septiembre de 1973 y el asesinato del compañero presidente Allende, ya establecido el dictador Pinochet, comenzaron a aparecer de forma irregular flores en la acera frente a la pequeña puerta de Morandé 80. Manos anónimas rendían este silencioso homenaje, aún a riesgo de sus vidas. El dictador dió orden de clausurar definitivamente esa entrada.
También dio orden, o se la dieron, de ahogar en sangre el Chile revolucionario que durante el gobierno de Unidad Popular había intentado construir una nación mejor para todas y todos los chilenos.
El Estadio Nacional de Chile se convirtió en un campo de concentración, donde destrozaron, entre otros, las manos y el cuerpo de Víctor Jara. Sobre más de 40 mil chilenos se abatió un odio genocida. Es curioso ver con qué facilidad un ejército supuestamente constitucional y democrático, sus soldados y mandos, se convierten casi sin transición en una maquinaria viciosa del crimen.
Pero la dictadura no fue solo la violencia brutal de las armas, sino que fue también la imposición no menos descarnada y brutal del modelo que Milton Friedman y sus acólitos venían defendiendo con la sólida fe de los fanáticos. Los “Chicago Boys” de Pinochet, como llamaban a sus asesores económicos formados a la sombra del gurú del neoliberalismo, aplicaron sin miramientos un rápido programa de privatización de todos los aspectos de la vida.
El Chile contemporáneo es heredero de ese pasado. Su Constitución es aún la de 1981 y su transición a la “democracia” fue pactada con la dictadura. Chile es el país que construyó el neoliberalismo a su imagen y semejanza. Donde aciertos y errores se mezclaron para configurar un modelo que luego habría de imponerse con mucha fuerza a partir de la década del 80, teniendo en las administraciones del presidente norteamericano Ronald Reagan y la británica Margaret Thatcher dos adalides fundamentales. El famoso eslogan de Thatcher: “No hay alterativa”, sintetiza a la perfección el carácter de las transformaciones que, de modo consciente, se emprendían para privatizar lo público e individualizar lo social.
El famoso “milagro económico chileno” es eso: la privatización masiva, la desigualdad creciente en la distribución de la riqueza y la construcción de una conciencia ferozmente individualista entre los habitantes del país. El ciudadano, para ser tal, debe sentirse parte de la cosa pública, debe ver la realidad también a través de un prisma comunitario. El neoliberalismo, sus redes de desarticulación y privatización de la economía y las angustias, resquebrajan el tejido social como ninguna otra forma de producción precedente. Chile es, hoy, un poco de eso.
Llegamos al país en el frío invierno de principios de septiembre de 2023, a la Conferencia Internacional “Dilemas de la Humanidad”, que convocó delegados del Caribe, Centroamérica y Sudámerica desde un enfoque de rescate y construcción colectiva de un proyecto socialista para el continente y para el mundo. Campesinos, sindicalistas, líderes sociales, intelectuales, artistas, todos reunidos en Recoleta, una comuna al norte de Santiago de Chile donde es alcalde el comunista Daniel Jadue, quien fuera candidato de su partido en la primarias previas a las elecciones celebradas en 2021 que dieron la victoria a Gabriel Boric.
Recoleta es una zona de clase trabajadora que contrasta en su sencillez con la opulencia de otras zonas de Santiago de Chile. En la comuna han organizado un amplio programa para conmemorar los 50 años del golpe de Estado en contra del gobierno de Unidad Popular y el asesinato de Salvador Allende. A contrapelo del debate de si se suicidó o lo ejecutaron, están las imágenes que demuestra un hecho indiscutible: La Moneda siendo bombardeada esa mañana del 11 de septiembre de 1973, los tanques y soldados rodeándola, las llamas saliendo por algunas de las habitaciones del palacio. Allende fue asesinado. Y ante la historia sus asesinos aún deben rendir todas las cuentas.
Jadue, carismático, dinámico, ha organizado una Feria del Libro como parte de las actividades. En su breve discurso inaugural, recuerda los logros del gobierno de Allende. En un Chile muchísimo más pobre que el Chile actual, se logró que los trabajadores percibieran por concepto de ingresos y subsidios casi el 50 por ciento de la renta nacional. Se generaron oportunidades de empleo, de educación, de cultura. Se profundizó el proceso de recuperación del cobre, la principal fuente de ingresos del país. “Debemos disputar el pasado si queremos disputar el futuro” afirma Jadue, contra el relato que intenta negar los logros del gobierno de Unidad Popular, contra la élite política que no tiene ambages a la hora de afirmar que el golpe de estado del 73 es “opinable”, contra la desigualdad creciente en un país tan rico.
Santiago es una ciudad inmensa, pesada, donde predominan como expresión arquitectónica del pasado fastuosos edificios neoclásicos. Una ciudad rodeada por los picos majestuosos de los Andes, acorralada, como dijera Silvio, “por símbolos de invierno.” El invierno en Santiago es gris, pesado, lluvioso. Muchos negocios cierran temprano en las noches y las calles se convierten en un rápido transitar de sombras abrigadas.
En las zonas periféricas es común ver casas improvisadas de madera y nylon donde pasan la noche en ocasiones familias enteras. Improvisan fogatas para calentarse. Por el centro de la ciudad deambulan mendigos entre la multitud de traje y corbata que va y viene de las oficinas. Los carabineros, los “pacos” como los llaman los chilenos, no son raros de encontrar en las calles principales, llevando cascos, pasamontañas, chalecos, armas largas. Sus patrullas, verdes y blancas, tienen rejas protectoras en parabrisas y puertas.
Todavía sobreviven en diversos puntos de la ciudad las huellas de las masivas protestas que estallaron en el año 2019. El detonante fue la subida de 30 pesos en el costo del servicio del Metro, el más eficiente y económico de los medios de transporte público en Santiago. Bajo el lema “No son 30 pesos, son 30 años”, un Chile joven y rebelde salió a las calles a demostrar su descontento con el orden social que sucedió al pacto con la dictadura. Furioso, sin programa claro, heterogéneo, contradictorio por momentos, valiente, ese Chile rebelde fue ferozmente reprimido. Los carabineros apuntaban sus armas de goma a los ojos, con la intención de mutilar. Cientos de personas perdieron uno o ambos ojos. Otros fueron apaleados, violados, arrollados, asesinados.
El proceso se canalizó políticamente en el triunfo de Boric y en el proceso Constituyente, agotando allí sus mejores energías y dejando como legado un desánimo palpable en ciertos sectores de la población. A pesar de todo un grafitti en Recoleta nos recuerda: “Lo justo es rebelarse”.
En la fría mañana del 4 de septiembre, nos concentramos en la calle Morazán los delegados y delegadas de la Conferencia, junto con camaradas chilenos. Se repartieron claveles rojos para todos. Al grito de “Compañero Salvador Allende: ¡Presente!” desfilamos frente a la puerta de Morazán 80 hasta llegar al pie de la estatua erigida en la memoria del presidente asesinado. Sobre un muro de piedra, Allende aparece representado en posición de marchar hacia adelante, con los ojos puestos en un punto indefinido, quizás en el futuro. Bajo su nombre una frase: “Tengo fe en Chile y su destino”. A sus espaldas, en un edificio público, dos grandes banderas de Chile ondean.
Con silencioso homenaje procedemos a poner a sus pies los claveles, de un rojo más intenso en esa mañana fría y opaca. Pronto un lecho de flores se abre frente a su estatua. Ese rojo vivo, sangre, es el recordatorio del horror y la certeza del futuro. Nadie sabe aún cuánto dolor nos costará las grandes alamedas que hemos de abrir para que pase el hombre nuevo. Pero tengo la certeza (la esperanza quizás) de que un Chile nuevo ha despertado. Y cuando los pueblos despiertan son como esos formidables terremotos que sacuden a los Andes: un bramar profundo de la tierra.
(*) José Ernesto Novaes Guerrero, Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Coordinador del capítulo cubano de la REDH. Colabora con varios medios de su país y el extranjero.