Cuando la zancadilla vale, el gambito.

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@mateamargouy

David Graña

Era una tarde calurosa de verano, con mi bici recorrí el camino que me llevaba del liceo n° 58 que queda en Camino Maldonado y Libia, hasta Sainz Rosas y Corrales. Corría el año 2000 y el país estaba al borde del colapso pero cuando tenés 18 años todo en tu vida parece estarlo y por tanto ese clima político era una parte más del paisaje caótico y precario de mi adolescencia.

En el taller de ajedrez del liceo el profesor me había invitado a un club, el Demo Rey.

El liceo tenía taller de ajedrez pero no como los talleres que tienen ahora, por supuesto que no. No era un taller institucionalizado, Roberto se apersonó un viernes a la tarde con su bolso negro y su camisa celeste para hablar con el director, que se llama Gabriel y es un genio.

-Buenas tardes mi nombre es Roberto, soy profesor de ajedrez y pertenezco a un movimiento llamado ajedrez popular, me gustaría dar clases en su liceo.

Gabriel no salía de su asombro, hacía un rato estaba viendo cómo podían conseguir papel higiénico para el baño y le dijo: te agradezco el ofrecimiento pero el liceo no tiene un peso, bueno, como toda la educación…

– Yo nunca hablé de dinero, necesito un salón, y a los gurises todo el resto lo ponemos nosotros, los juegos, los tableros, todo.

Gabriel aceptó con una mezcla de extrañeza y alegría inmensa de que existiera gente como él, empapada de esperanza.

Y así fue que un puñado de adolescentes aprendimos ajedrez, nos vinculamos con otros adolescentes del movimiento ajedrez popular -o barrial según si le preguntaba a Roberto, a Ricardo o a Raúl- y sin saberlo se entretejió un entramado social muy profundo que perdura hasta hoy.

Recorrí las 25 cuadras que me separaban del Demo Rey con un amigo en bici, porque una invitación así no se deja pasar y no aparece todos los días.

Cuando entré al Demo cambió todo lo que me había imaginado, no había mesas prolijas llenas de tableros con las piezas armadas esperándonos y un pulcro y encerado piso que reflejaba el silencio de biblioteca que imaginé debía reinar en un club.

Todo lo contrario, haciendo saltar viruta por los aires estaba Ricardo en un torno más grande que mi bici tallando una pata de mesa en una madera roja que tenía un aroma exquisito.

La viruta eran los primeros 30 centímetros antes de llegar al piso, el ruido ensordecedor del torno cesó, y Ricardo se presentó dándonos la mano y nos hizo pasar al patio de su casa, ahí, en una mesita a medio arreglar estaban seis pibes y Roberto estudiando ajedrez de un libro de José Raúl Capablanca.

-¡Vinieron! dijo Roberto con alegría y nos hicieron lugar para que nos sentáramos.

Al rato la clase terminó y empezamos a jugar, el Demo tenía hasta relojes, casi un objeto de lujo para la época, eso sí, eran relojes muy particulares, hechos por ellos mismos.

Me tocó jugar contra Joselo, un niño de 12 años repleto de picardía, empezó a jugar y rápidamente ví que yo estaba perdido, Joselo no había tomado el centro sino que usó sus primeras jugadas para regalarme un peón que acepté encantado y a partir de ahí se desató la furia.

Medio confuso le pregunté a Roberto sobre la apertura a la cual me había enfrentado, le mostré los primeros movimientos y Roberto exclamó ¡gambito de rey! y se rió fuerte, para luego preguntar: ¿y vos desde cuándo jugás gambito de rey Joselo? a lo cual el interrogado respondió que se la había copiado a Nicolás, uno de los mejores del club.

-Mirá que las aperturas hay que estudiarlas, pero antes hay que saber dominar los finales y el medio juego sino vas al muere, le ganaste a David porque recién empieza y no sabe jugar bien- dijo Roberto.

Medio embroncado por la diferencia de edad entendí que el ajedrez es horizontal dentro de las 64 casillas, porque es un juego que iguala, lo que cuenta es lo aprendido y cómo lo aplicamos.

Con el tiempo, entre el aserrín y las charlas de política y los chorizos al pan y las caminatas al sol para ir a otros clubes aprendí a jugar el gambito de rey, y otros gambitos también.

Cuando me explicaron que el término gambito proviene del italiano gambetto (“zancadilla”), derivado de gamba (“pierna”), y este a su vez del latín camba (“pantorrilla”) todo me quedó más claro, el gambito es lo que el Estado le hizo durante años a los militantes sociales, a los pobres, al laburante que no quiere saber de nada con política, a todos nosotros.

El gambito también es lo que hacen los militantes barriales cuando tienen que darse maña para conseguir cosas para los ollas, las maestras y maestros en las escuelas sin presupuesto, y los gurises de los liceos como el Zorrilla que no se dan por vencidos y siguen pintando con alegría sobre la mano que los quiere acallar.

Eso merece una columna aparte, la emoción que siento al ver la lucha de las y los gurises del Zorrilla que con pintura e ingenio me llegan al alma, estoy seguro de que no se van a rendir, estoy seguro de que van a ganar ese espacio para poder expresarse.

Pero volviendo al gambito; debemos tener presente que para cada uno de ellos hay una respuesta sólida en el tablero,  porque en el ajedrez como en la vida no hay verdades absolutas.

Recordemos que existe la chance de rechazar el gambito, jugar un contragambito o simplemente aceptarlo y sorprender al otro jugador con una nueva variante.

Y ya que hablamos de jugadores que sorprenden acá les dejo una partida del inolvidable Misha, el mago de Riga, Mikhail Tal.

Supo ser gran jugador de gambitos y también un gran destructor de los mismos, este hombre a fuerza de creatividad, talento y jugadas inesperadas ha sido el jugador de ataque por excelencia, aquí les dejo una partida dónde vence de blancas al gambito Elefante de Anatoly Lutikov en 1964.

Mikhail Tal – Anatoly Lutikov

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